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Capiteles del lado norte la portada occidental de la iglesia

Identificador
50280_02_011n
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
41º 48' 46.45'' , -1º 41' 42.37''
Idioma
Autor
Beatriz Hernández Carceller
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)

 

País
España
Edificio (Relación)

Monasterio de Santa María de Veruela

Localidad
Vera de Moncayo
Municipio
Vera de Moncayo
Provincia
Zaragoza
Comunidad
Aragón
País
España
Descripción
El monasterio de Veruela es uno de los conjuntos artísticos y monumentales más sobresalientes del patrimonio histórico aragonés. A pesar de las pérdidas irreparables que sufrió tras la desamortización y su consiguiente exclaustración (a partir de 1835), conserva hoy, además de un extenso acerbo documental, piezas capitales del arte medieval y renacentista. La presencia a fines del siglo XIX de Gustavo Adolfo Bécquer le ha dotado de un aura romántica popular. No es de extrañar que la historiografía le haya prestado una enorme atención, ya desde el siglo XIX. Tal es así que el monasterio cuenta con estudios monográficos, antiguos y modernos, que abarcan prácticamente todos los asuntos que de una u otra forma caracterizan su dilatada historia. Entre la bibliografía antigua son básicas, desde el punto de vista artístico, las aportaciones de Street, Lampérez, López Landa y, especialmente, Lambert. Para un mejor conocimiento del monasterio medieval, entre la más moderna, destacan desde el punto de vista histórico y documental las aportaciones de Joaquín Vispe Martínez, María de los Desamparados Cabanes y Laurent Dailliez; para su definición en el ámbito general de la historia del arte medieval es fundamental el trabajo de Ignacio Martínez Buenaga; y desde un punto de vista más arquitectónico y compositivo es especialmente sugerente el estudio monográfico realizado por María Luisa López Sardá. Igual interés y minuciosidad muestra el detallado análisis de las marcas de cantería realizado por Jiménez Zorzo, Martínez Buenaga, Martínez Prades y Rubio Samper. Este envidiable esfuerzo investigador y bibliográfico culminó en 2006 con la organización de la exposición “Tesoros de Veruela”, que termina por poner al día la mayor parte de las cuestiones. Sólo se echa en falta una publicación completa y razonada de los riquísimos repertorios documentales conservados. Esta ingente labor, ya iniciada, deberá terminar por clarificar algunas cuestiones todavía controvertidas y abiertas. El monasterio se va a erigir en un contexto espiritual, artístico e histórico excepcional. Veruela es una fundación cisterciense, de las que conforman la primera oleada en la expansión de la orden por la Península Ibérica. Como cientos de abadías por toda Europa, Veruela va a seguir el paradigma compositivo y funcional que forjó San Bernardo en la primera mitad del siglo XII. Y no estamos hablando de un “estilo cisterciense” desde el punto de vista formal. La arquitectura cisterciense no se preocupa de los estilos, no forma una etiqueta propia; sus oratorios van mostrar, especialmente en los reinos cristianos peninsulares, las invariantes estilísticas de su contexto creativo. Pero el paradigma cisterciense existe. Ese arquetipo establece una precisa ordenación de las partes que integran el monasterio, un modo de construir funcional y duradero, y un diseño proporcional y armónico. Además parte de un planeamiento determinado por los aprovechamientos hidraúlicos, con una estructura que centra la roturación y el trabajo de las tierras del entorno, y que encuentra su esencia en la dinamización económica de los recursos. En definitiva, un monasterio cisterciense en los años centrales del siglo XII, además de oración e intercesión con el mundo celestial, constituye una comunidad en marcha, activa, ávida de crecer. Ávida de construir. Deseosa de ofrecer a Dios una arquitectura eterna. Las tierras del valle del Ebro occidental se iban progresivamente adaptando a la nueva realidad política y poblacional que la reconquista cristiana de Tudela y Tarazona había posibilitado. Nuevas elites, nuevos señoríos, nuevos pobladores. La reconquista pondrá en manos de las familias más proximas a la monarquía y a los hechos de armas unos recursos económicos hasta entonces desconocidos en el mundo cristiano. Los monjes, como depositarios de las oraciones de la comunidad y mediadores con el mundo de la muerte y lo sagrado, van a recibir parte de esas rique- zas. En los cartularios quedan reflejadas las propiedades y tierras donadas o compradas por los monasterios; no las donaciones dinerarias. Y como apunta Joaquín Vispe, la comunidad cisterciense de Veruela parece disponer, incluso antes de 1150, de grandes cantidades de metálico. De ahí que compren abundantes tierras y propiedades en sus primeros años de vida en la comarca. De ahí que los monjes puedan pagar el trabajo a destajo de los canteros que sobre los sillares de la iglesia abacial dejaron grabadas más de 600 señales gliptográficas diferentes (JIMÉNEZ ZORZO, MARTÍNEZ BUENAGA, MARTÍNEZ PRADES y RUBIO SAMPER, 1986). Una enormidad nunca vista, ni antes ni después, en estos bellos parajes de las faldas del Moncayo. Y en Veruela, como en Poblet, Fitero o La Oliva tocó románico. Efectivamente, aunque el monasterio de Veruela va a comenzar su construcción en un tiempo que se va a asomar a importantes cambios y trasformaciones artísticas, su planeamiento y principales elementos estructurales son románicos. Conforme avance el último tercio del siglo XII, la arquitectura de los territorios cristianos meridionales del occidente europeo va a ir incorporando novedades propias ya del gótico. Ése es el caso de las bóvedas de arcos cruzados, primero, y, después, de las ya características bóvedas de crucería. Ése será el caso del monasterio de Veruela, inserto de lleno en ese apasionante momento de transformaciones y cambios. En consecuencia, nos encontramos con un imponente y ambicioso proyecto románico, que además va a estar directamente determinado por las especificidades topográficas de la orden monástica a la que se adscribe: el Císter. En este contexto nos vamos a fijar especialmente en la gran iglesia abacial y en las tres alas perimetrales que, en torno al claustro gótico, conforman las dependencias más antiguas del complejo monástico. Como apunta la historiografía de la orden, los cistercienses buscaban para la fundación de sus monasterios lugares apartados, a menudo sometidos a unas condiciones climatológicas y productivas adversas. No fue ése el caso de Veruela. Su vida comenzó en un ámbito agrícola ya habitado y estructurado. Y lo que más nos interesa, la construcción del cenobio monástico románico no fue una isla en un entorno desértico. En los años sesenta, setenta y ochenta del siglo XII, a la vez que se erige la cabecera y las primeras estancias verolenses, se inician también las catedrales de Tarazona y Tudela (en un radio de 10 km, media jornada de camino), los igualmente bernardos monasterios de Fitero (20 km, una jornada) y La Oliva (40 km, dos jornadas), y las catedrales de Zaragoza y Santo Domingo de la Calzada (radio de 80 km, cuatro jornadas). Y estos seis edificios, teniendo en cuenta sólo las grandes fábricas, especialmente las monásticas, consiguieron rematar oratorios de 80 m de longitud y, entre todas, cuatro cabeceras con girola y capillas radiales. La obra de nuestro monasterio se integra así en un contexto artístico muy rico y creativo, donde los oficios de la obra debían de estar perfectamente formados y consolidados. Nos vamos a enfrentar a un conjunto de construcciones erigidas con cuantiosos medios económicos; con solvencia y liquidez. El empeño de la empresa es palpable. Como veremos, el planeamiento muestra evidentes síntomas de maestría y coherencia estructural, que más allá de las exitosas propuestas funcionales experimentadas por la orden, caracteriza a un maestro especialmente hábil en la geometría proyectual. Bajo una de las ventanas de la sala capitular, conservamos la piedra de mesura, verdadero patrón de todas las medidas del edificio (LLOVERAS I MONTSERRAT, 1989; LÓPEZ SARDÁ, 1996). Luego vendrán los detalles. Como veremos, son excepcionales. Veruela conserva las mesas de altar románicas, las credencias con lavamanos y su correspondiente desagüe, una colección de más de 250 capiteles, la mayoría de ellos labrados, arquerías ciegas rodeando todo el edificio... También conservamos, como es habitual en las fundaciones monásticas, un interesante aporte documental que sitúa en el tiempo el origen de la comunidad y su desarrollo. Pero Veruela, y esto es mucho menos frecuente, escribe en sus muros buena parte de la historia constructiva de la abacial. Las actas de consagración de sus altares fueron copiadas sobre sus paramentos, y, bien repintadas durante generaciones, bien ocultas por ornamentos muebles, nos han llegado hasta hoy. En consecuencia, esta inaudita fuente de información nos va a permitir asignar cronologías razonablemente seguras, al menos a seis de las capillas, posibilitando así una reconstrucción bastante segura de su proceso cronoconstructivo. En la actualidad, la visita al monasterio de Veruela constituye una experiencia cultural de primer orden. Son muchos los atractivos que presenta: el paisaje de las estribaciones del Moncayo, su apasionante patrimonio medieval y renacentista, la historia monástica, el recinto amurallado, el museo del vino, la ruta de Bécquer... Todo en un perfecto estado de conservación. Esta realidad gratificante no oculta una historia verdaderamente compleja, especialmente desde la exclaustración provocada por los decretos desamortizadores del siglo XIX. Veamos cuáles son sus principales jalones. En los años 40 del siglo XII, un grupo de monjes se instalan en las laderas del Moncayo e inician su vida en comunidad bajo la regla benedictina de orientación cisterciense. Luego abundaremos más en el controvertido problema de la data y carácter concreto del proceso de fundación del cenobio. El valle del Ebro había sido reconquistado hacía unos veinte años; no obstante, quedaban abundantes zonas fronterizas que no habían sido pobladas, a pesar de la relativa cercanía a ciudades importantes. Igual que los monasterios de Fitero y La Oliva, también cistercienses y, como veremos, muy relacionados entre sí, Veruela se funda en un espacio disputado por Aragón, Castilla y Navarra. En ese contexto histórico y geográfico, la comunidad cisterciense se va a ver favorecida tanto por las monarquías y las élites nobiliarias de su entorno, como por el propio papado. Las donaciones y privilegios, especialmente otorgados por los reyes de Aragón, van a consolidar un rico patrimonio que garantizará durante setecientos años la vida y el desarrollo del cenobio. Los siglos XII y XIII van a ser el tiempo tanto de la conformación patrimonial del monasterio, como de su imagen arquitectónica. Durante estos años, la comunidad cisterciense va a ir plasmando la fisonomía arquitectónica del cenobio, primero con la gran abacial románica y las tres alas de estancias al Sur, y más tarde con las cuatro pandas del claustro gótico. De hecho, parte de las galerías claustrales, con sus vanos de tracerías caladas, se rehicieron tras las destrucciones provocadas por la guerra de los dos Pedros (1357-1366). Durante el siglo XVI, el monasterio va a vivir una segunda fase de esplendor artístico, que enriquecerá algunos de los espacios ya construidos, y definirá otros ex novo. Se van a erigir ahora, como elementos más significativos, el magnífico sobreclaustro, el cerco perimetral de murallas y tambores, los nuevos abovedamientos para el refectorio y el antiguo dormitorio, la capilla de San Bernardo, los grandes retablos y la sillería de la abacial, las torres de Santiago y de San Miguel, el hostal y el palacio abacial, y un largo etcétera de intervenciones más puntuales. Todavía durante el siglo siguiente, la vitalidad económica del monasterio animó a la comunidad a erigir el enorme edificio del monasterio nuevo, adosado al ala del capítulo. Sus arquerías perimetrales terminan por definir la imagen externa del conjunto. También se construyó entonces la sacristía barroca, con acceso monumental desde el hastial del crucero sur. La comunidad monástica cisterciense inició el siglo XIX en una situación de franca decadencia. Los desalojos provocados por la guerra de la Independencia y la disolución de las órdenes monásticas (1820), no fueron más que preámbulos del cierre definitivo del cenobio a partir de 1835. Hasta su subasta diez años después, el monasterio fue objeto de rapiña y abandono. En ese reducido lapso de tiempo, desaparecieron el retablo mayor, la biblioteca y gran parte del archivo. Cuando finalmente se subastan sus edificios históricos, se fija su precio de salida en sólo 80.000 reales, “atendiendo que no puede dársele otro destino que el de la demolición para utilizar los materiales”. Quadrado, que visitó Veruela unos años antes, constató su lamentable estado de abandono. Ante aquellos espacios descarnados y heridos, su impresión es vehemente, romántica y triste: “...si tienen voz los monumentos oiréis allí la voz de desolación que llora sobre Veruela (...) Mas ahora cuando se cansen de tenerla por granero los labradores circunvecinos, cuando una cifra incline del lado de la carga el fiel de la balanza administrativa, ¿qué destino aguarda a la maravilla del arte? Morirá de abandono y consunción, perdida en el desierto, tan ignorada como ha vivido para el artista; morirá, y estas humildes páginas quizá le sirvan de único epitafio”. Afortunadamente el destino del histórico monasterio iba a ser otro. La propia aportación de Quadrado en su serie Recuerdos y bellezas de España (1844), el primer estudio artístico realizado por Street (1860-70), las visitas a su hospedería de Augusto Ferrán y los hermanos Bécquer y otras muchas familias zaragozanas durante la década de los sesenta, teminarán por acercar las virtudes del conjunto artístico al público en general. Finalmente, la llegada de los Jesuítas y su noviciado en 1877 inaugurará casi cien años de un uso de los edificios, otra vez religioso. En 1919 el monasterio fue declarado Monumento Histórico. Finalmente, esta breve semblanza de la vida patrimonial del monasterio termina con la definitiva clausura del noviciado jesuita en 1973, y la cesión de su gestión por parte del Estado a la Diputación de Zaragoza. Desde entonces, y ya nos situamos en el presente, las instituciones aragonesas llevan a cabo un profundo y ambicioso programa de rehabilitación y promoción turística. En la actualidad, el monasterio nuevo está siendo habilitado como parador nacional. Ése será parte de su futuro. LA HISTORIA Y LOS DOCUMENTOS. Pero si vamos a dedicar las próximas páginas a analizar los elementos y características románicas de los edificios conservados, debemos seguir con algo más de detenimiento la base histórica y documental sobre la que se erige el monasterio. La abundancia de noticias es enorme. Pero como apuntaba recientemente Cabanes, la riqueza documental contrasta con la pobreza de publicaciones realizadas sobre el mismo. Parece necesario un estudio razonado de los documentos más antiguos del monasterio, estableciendo criterios que sirvan para detectar las interpolaciones y falsificaciones tan frecuentes en los repertorios documentales monásticos de los siglos XII y XIII. Según un diploma copiado a fines del siglo XIII en La Privilegia o Cartulario Magno de Veruela, la dotación inicial y base para la fundación del monasterio la realizó Pedro de Atarés, señor de Borja, mediante la donación del lugar de Veruela a los monjes de l´Escale-Dieu. La dádiva se fecha en febrero de 1146. Esta data es tanto el arranque tradicional de las historias del cenobio, como la referencia inicial aceptada por algunos de los historiadores que más han profundizado sobre el problema de su fundación (recientemente, Cabanes y Saulo Rodríguez). El documento en cuestión certifica la fundación de un nuevo monasterio, identifica a su fundador en el ámbito de la nobleza local y fija un cenobio de referencia organizativa, una casa madre para la hija recién fundada. En este sentido, cumple con el esquema tradicional de las fundaciones del Císter: donación de un lugar a un monasterio de la orden y solicitud del traslado allí de un grupo de monjes para que se hagan cargo de la nueva fundación. Pedro de Atarés fue también protagonista de leyendas. Como en la mayor parte de los cenobios hispanos medievales, también Veruela desarrolló una historia milagrosa y devocional en torno al asunto de la fundación. Según La España Sagrada, “yendo de caza por cerca del sitio donde hoy está fundado el magnífico monasterio de Veruela, le sorprendió una tormenta, en la que creyó perecer; pero alzando los ojos vio en un árbol cercano una pequeña imagen de la Virgen, a la cual ofreció el Conde construir una casa monástica en aquel mismo paraje, como lo cumplió”. La figura de Pedro de Atarés se convirtió en referencia tradicional en el marco de la historia del cenobio, identificándose su tumba primitiva (†1151) con una lauda del pavimento de la puerta del claustro. Posteriormente sus restos fueron depositados en el presbiterio de la iglesia. Luego haremos una breve referencia a su epitafio. Según otro documento copiado a fines del siglo XV en la Crónica de Favares Lumen Dei, perteneciente a una colección particular, quien asocia por vez primera Veruela y la orden del Císter es García Ramírez. El 27 de mayo de 1145, el rey navarro habría donado los lugares de La Oliva y Veruela al monasterio cisterciense de Niencebas (después Fitero). Efectivamente, dos años después, una bula del papa Eugenio III confirma al abad Raimundo de Niencebas la posesión del locum Berola cum terris, grangiis, decimis, pascuis et suis pertinentiis. Finalmente, en el Capítulo General de 1151, el abad de Niencebas solicita que Sancte Marie Berolensis sea admitida como miembro de la comunidad monástica cisterciense. Según esta secuencia documental, nos encontramos pues, no ante una fundación, sino ante una afiliación. La historiografía de la orden ha perpetuado como tradicional una secuencia fundadora que construía su característico esquema filial a través de los monjes que se trasladaban desde la casa madre a la nueva fundación. Pero lógicamente, éste no fue el único medio de pertenecer al Císter. Durante los años 40 y 50 del siglo XII, en la Península Ibérica la afiliación a la orden de monasterios ya fundados fue una práctica habitual. La idea de que Veruela ingresó en el Císter por afiliación fue propuesta por Laurent Dailliez, y ha sido seguida por un buen número de especialistas y divulgadores. En el caso de La Oliva y Fitero, cuyo origen sería paralelo, también ha sido aceptada por la mayor parte de la historiografía actual. Que el citado documento lo conozcamos por una copia muy tardía y poco contrastada, aconseja prudencia. Es imprescindible un estudio profundo y minucioso. No obstante, parte de su contenido, quizá lo más sorprendente, se ve refrendado por la bula de 1147, unánimemente aceptada, y por los registros de los capítulos generales de la orden. Evidentemente, la diferencia de unos meses entre una u otra data es un asunto de escaso relieve en el marco del estudio que nos ocupa. No obstante, tiene, en mi opinión, un gran interés para comprender cómo se produce la difusión del Císter en esta primera oleada de asentamientos localizados en las fronteras de Navarra, Castilla y Aragón. Y da la impresión de que desde los primeros años de la década de los 40 el protagonismo del abad Raimundo de Fitero es vital. Su espíritu de cruzada y mesianismo, su carácter inquieto y creativo, convirtieron su monasterio de Niencebas en una referencia para el desarrollo monástico en el valle del Ebro occidental. Y el sistema utilizado para integrar el poderoso movimiento monástico que impulsó en el organigrama cisterciense fue, al parecer, la afiliación. En ese contexto se puede situar el dictamen del capítulo general de 1152, según el cual quedaba prohibido fundar nuevos monasterios en la Península Ibérica, para así racionalizar su desarrollo e implantación. Sin embargo, aunque la actividad difusora se ralentizó, no se detuvo. Solo seis años después el propio abad Raimundo liderará la fundación del monasterio de Calatrava, a la que traslada la mayor parte de la comunidad de Fitero. Calatrava también será cisterciense por afiliación. Al parecer el traslado fue tan masivo que en torno a 1160-1161, recompuso el supuesto vacío de poder provocado, con la refundación del monasterio de Fitero. En ese momento, el capítulo general decide normalizar en el seno del conjunto de la orden la situación organizativa y jerárquica de estos monasterios hispanos. A partir de entonces Fitero, Veruela y La Oliva quedan vinculados en relación filial con el monasterio de l´Escale-Dieu, el más próximo al otro lado de los Pirineos. Algo parecido sucederá también con el estatus de Calatrava dentro de la orden. Para que esta interpretación, propuesta en sus grandes líneas por Dailliez, resuelva todos los problemas historiográficos, debe salvar todavía un notable escollo. Si la hipótesis anterior es correcta, ¿en qué lugar queda el documento que certifica la fundación del monasterio por parte de Pedro de Atarés? Para Dailliez es falso. Para la mayor parte de los investigadores que han estudiado la documentación del cenobio, no hay evidencias de tal falsedad. Incluso el Cartulario Magno, repertorio donde se copió, se considera una versión de “fidelidad contrastada” (CABANES). En el caso de La Oliva, un documento parecido y del mismo rango (dotacional y prefundacional) lleva la data de 1134. En esa fecha todavía no se había fundado l´Escale-Dieu, por lo que se ha considerado, bien falso o interpolado, bien el resultado de una mala lectura. Sin embargo, en el documento verolense no hay errores de calibre semejante. De hecho, si no existieran los documentos aportados no infundiría ninguna duda o sospecha concreta. Efectivamente Pedro de Atarés, señor de Borja desde 1135, pertenecía a una de las familias más poderosas del reino. De hecho, al ser nieto de Sancho Ramírez, detentaba ciertos derechos sucesorios a la corona de Aragón tras la muerte de Alfonso el Batallador. Su tío, Fortún Garcés Cajal, muy próximo al rey, ya aparece en la documentación como favorecedor de diversas instituciones monásticas. Su hermana, madre de Pedro, es citada como “mecenas” de la catedral de Tarazona. Precisamente doña Teresa Cajal y su hijo Pedro de Atarés aparecen de nuevo en 1146 como donantes, en esta ocasión a la orden del Temple, de la villa y el castillo de Alberite. Parece por tanto perfectamente plausible que el magnate aragonés favoreciera la implantación en su área de influencia de la orden del Císter, siguiendo así la estela de las monarquías de los otros dos reinos limítrofes, y en particular de García Ramírez, a quien, al parecer, Pedro de Atarés prestaba servicio desde 1143. Incluso la confirmación inicial de la propiedad de los monjes sobre Veruela podemos suponer que iría acompañada de cuantiosas donaciones en metálico, lógicamente no documentadas. De ahí el fortalecimiento de la tradición que señalaba a Pedro de Atarés y su familia como protagonista principal del desarrollo inicial del monasterio. En Navarra, por ejemplo, Roncesvalles, La Oliva y la catedral de Tudela reconocieron la aportación de Sancho el Fuerte a las obras, sin que conservemos testimonios documentales de donaciones relevantes. ¿Podemos dar coherencia a los dos documentos discordantes? ¿Es posible conciliar ambas teorías? Ensayemos una hipótesis, que parta de los datos seguros y valore la probabilidad de los demás. En todo este asunto, el único documento que conocemos por su original es la bula papal de 1147. Certifica que en esa fecha el monasterio de Niencebas poseía las granjas de Fitero, La Oliva y Veruela. Por tanto, en 1147 el lugar de Veruela estaba en la órbita cisterciense, pero todavía no existía como monasterio cisterciense con pleno derecho. Pero para entonces ya se copian en el Registro una compra y una permuta fechadas en 1146 y signadas por Raimundo abbati. Por tanto, entonces Veruela era ya un monasterio organizado, quizá fundado por Raimundo de Niencebas-Fitero, aunque todavía no perteneciente al Císter. También conocemos los pormenores de los capítulos generales de la orden, cuya fiabilidad es lógicamente alta. Según ellos Veruela, efectivamente ya fundado como monasterio, se adscribe a la orden por solicitud de Raimundo, abad de Niencebas (luego Fitero), en 1151. Pero para la existencia física y jurídica del nuevo monasterio era imprescindible la posesión directa de su espacio inicial. Debía recibir la documentación de la donación fundacional, no a nombre de Niencebas, sino al suyo propio. Ahora entran a colación las donaciones realizadas por García Ramírez y Pedro de Atarés, confirmadas después por otras instancias, tanto monárquicas como papales. El rey navarro simplemente confirma la propiedad del monasterio de Niencebas sobre tres lugares: Fitero, La Oliva y Veruela. Los tres están en los límites de su reino, en un momento histórico de afianzamiento de unas fronteras en continua disputa. Muestra el deseo de que en el futuro sean cistercienses, quizá confiando en la personalidad del propio abad de Niencebas. Pero no es un documento fundacional. Con respecto a Veruela, la donación de Pedro de Atarés señalaría un referente jurídico y dotacional. Hay que reconocer que el protagonismo del noble aragonés en la tradición histórica del cenobio es enorme. La leyenda, su sepultura, las sepulturas familares, diversas inscripciones, su protagonismo histórico en la comarca, su inclinación por favorecer las instituciones religiosas. El reiteradísimo protagonismo de toda la “historia” y literatura asociada al documento le otorgan un sentido inequívoco: Pedro de Atarés aparece como uno de los forjadores del desarrollo inicial del nuevo monasterio. Es razonable pensar que él y su familia hicieran también donaciones monetarias relevantes. Incluso la data del instrumento puede ser coherente con la evolución del cenobio, ya que también sabemos por el Registro que entre 1146 y 1147 se intercambian y compran varias propiedades en el entorno del cenobio con la cita de Raymundus abbas. Sin embargo, hay un elemento que no termina de encajar: el papel otorgado a l´Escale-Dieu en 1146. Da la impresión de que su presencia es demasiado temprana, tanto por el proceso de fundación/afiliación que hemos observado, como por las propias circunstancias de la abadía gascona (la comunidad llega a ese emplazamiento en 1141, consagrando su oratorio hacia 1160). ¿Fue la referencia a l´Escale-Dieu interpolada en la documentación durante el siglo XIII? ¿”Completó” el monje copista el documento que se creía fundacional con la cita de su casa madre? Lógicamente no hay una respuesta taxativa. Sólo el estudio minucioso del conjunto de la documentación puede darla. Por fortuna no todas las referencias documentales que nos informan sobre la evolución del cenobio y sus edificios son tan prolijas y controvertidas. Los repertorios documentales de estos años dibujan una conformación patrimonial abundante y rápida (VISPE MARTÍNEZ). Los principales privilegios y donaciones vienen de la monarquia aragonesa. Ramón Berenguer IV confirma a los monjes la propiedad de Veruela en 1155 y dota al monasterio con el castillo de Monfort, el valle de Morca y los lugares de Ceseron y Figueruelas. Confirmación y donación se hacen para beneficio de los monjes de Veruela ubi fundatum et constructum est monasterium. Su hijo Alfonso II (a partir de 1172) añadirá al patrimonio monástico el castillo y la villa de Vera, los lugares de Villamayor, Mazalcoraz, Pinillo, Ferrera, Purujosa y Cuarte, la salina de Pola y el valle del Pozuelo. A esas grandes aportaciones, se unen un buen número de donaciones particulares, tanto de la nobleza local como de los fieles de su entorno. En 1156 y 1157 los monjes de Veruela obtuvieron respectivamente la protección de Sancho III de Castilla y Sancho VI de Navarra. Años después, en 1162, reciben también el apoyo del papa Alejandro III que confirma sus bienes y lo pone bajo su protección. Da la impresión de que con una base patrimonial amplia y la seguridad que emana del compromiso de las élites políticas y religiosas, los monjes de Veruela estaban a principios de la década de los sesenta del siglo XII en disposición de construir un gran monasterio. Conservamos otros dos documentos que aluden al devenir de las obras. Alfonso II donó en marzo de 1184 la cantera de Alara, en el término de Trasmoz, para que los monjes empleen su piedra en la construcción del monasterio. El lugar era óptimo, ya que se encontraba a escasos 3 km del monasterio. Mucho más tardía es la única donación dineraria que conocemos para los trabajos de la abacial: en 1323 una manda testamentaria otorga 3.000 dineros para la obra de la iglesia. Son también variadas las referencias indirectas a la evolución de los trabajos. Así, por ejemplo, Jerónimo Zurita concreta que la comunidad monástica se trasladó al monasterio nuevo el 10 de agosto de 1171. Podemos suponer que si verdaderamente fue así, ya había estructuras construidas de cierto relieve. Por otro lado, para 1208 ya se cita en la documentación “el altar de Santa María de Veruela”, que quizá para entontes estuviera ya erigido. Como noticias indirectas debemos catalogar dos datas documentales de origen no conocido que cita, más o menos de pasada, Dailliez. La primera se refiere precisamente a una primera consagración del altar mayor de la iglesia, fechada en 1211 (¿alude quizá a la ya reseñada lectura incompleta de Quadrado?). La segunda señala el hundimiento de la capilla mayor acaecido en 1215. De ninguno de los dos acontecimientos conocemos la referencia documental concreta, que quedó sin publicar, como la mayor parte de sus trabajos, al fallecer el investigador francés de manera repentina. Luego veremos que efectivamente los alzados de la capilla mayor confirman tal hundimiento. Las consagraciones de capillas aportan otro conjunto de informaciones especialmente valiosas, tanto para establecer la cronología y la evolución de los trabajos, como para aproximarnos a la liturgia y el imaginario mental de los monjes constructores. En el románico aragonés se han conservado varias actas de consagración que primitivamente estaban “guardadas” bajo la losa del propio altar, junto a las reliquias y su lipsanoteca. Estos documentos suelen ser pergaminos muy logitudinales y de pequeño tamaño en los que se consigna la data de la consagración, el nombre del consagrante, las reliquias que se depositan en el altar y alguno de los textos u oraciones que completan el acto litúrgico. En el caso de Veruela sólo conocemos el documento original más tardío, el de la consagración del altar mayor. De las demás capillas no hemos conservado ninguno de los pergaminos; sin embargo, su contenido fue un bien muy preciado que se copió y repintó repetidamente sobre los cilindros de algunas de las capillas, en el pilar norte del tramo de los pies y sobre los cuatro pilares axiales de la capilla mayor. Pedro Blanco, en su monografía sobre Veruela, citando el Registro del monasterio, sitúa una de estas revisiones de las actas de consagración en el abaciado de Lope Marco. Así entre sus manuscritos personales, el abad escribió: “a 20 de novienbre de 1544, estando en Veruela el arzobispo don Fernando, reconocí la consagración de la iglesia y altares de este monasterio, y los hallé en la forma siguiente”. Y pasa a citar once consagraciones ordenadas de forma cronológica. Las que más nos interesan son las siguientes: Juan, obispo de Tarazona, consagró el altar de San Juan Bautista un 27 de abril de 1173; cinco años después, tres más: los santos apóstoles San Pedro y San Pablo (25 de julio), San Miguel Arcángel (25 de julio) y el Santo Cristo (19 de octubre); Giraldo, arzobispo Ausitano, consagra en 1182 el de Santa María Magdalena (15 de noviembre) y el de San Benito (16 de noviembre). Pasará más de medio siglo hasta que Aznar, obispo de Calahorra, dedique la iglesia y consagre el altar mayor; esta ceremonia magna se celebró el 15 de noviembre de 1248. Estos datos que aparecen en el Registro, y otros referidos igualmente a la historia del cenobio, fueron copiados mediante inscripciones pintadas en las capillas y puertas del templo. En un manuscrito redactado en abril de 1821 por Mariano Blas Ubide, se cita, por ejemplo, una de ellas: Una inscripción que mandó poner en la puerta de la yglesia y oy se conserva en la del claustro, que dice de esta manera: “Anno MCXLVI indictione XIII quarto Kalendas Julii, ordinatum est hoc insigne monasterium Sancta Maria de Berola per manum domini Bernardi, abatis Scala Dei”. Unos años después Quadrado aún pudo leer, entre los intercolumnios de la izquierda del altar mayor, la inscripción del sepulcro de Pedro de Atarés, que según apunta era la misma que existió en su primitiva tumba bajo el umbral de la puerta que comunica iglesia y claustro: Anno ab incarnatione Dni MCLI nono kalen Martii obiit D. Petrus Taresa fundator istius monasterii, cuius hic requiescunt ossa cum ossibus matris suae, quorum animae requiescant in pace amen. Si observamos hoy la que en el tramo de los pies alude a la consagración del altar de San Lorenzo (30 de noviembre de 1249), constatamos el rápido deterioro que estas inscripciones sufrían con el paso del tiempo. Cuando Quadrado visitó el monasterio poco después de la desaparición del retablo mayor (en torno a 1840) la inscripción de la capilla mayor sólo se podía leer parcialmente. Llebaba trescientos años oculta. También tiene dificultades para leer las de las capillas radiales. No obstante, fue plenamente consciente de su valor. En consecuencia, parte de las que hoy vemos en la girola y el altar mayor fueron repintadas tras la llegada de los jesuitas. Entre unas y otras observamos dos tipos de caligrafía diferente, por un lado las de las radiales, de trazos más sinuosos y con más abreviaturas, y las de la capilla mayor y los pies, más rectas y claras. Ambas se pueden considerar repintes de textos efectivamente medievales, ejecutados en dos momentos distintos. Comenzaremos por la girola. Podemos identificar in situ las consagraciones de cuatro de las cinco capillas, una de ellas parcial. Ocupan entre tres y cuatro líneas del cilindro de cierre, a ambos lados de la ventana axial. Si empezamos por el Sur, no encontramos inscripciones hasta la segunda capilla, consagrada en honor de la Magdalena. Sólo nos ha llegado la mitad izquierda de la leyenda. Por ella sabemos que el acto fue presidido por Giraldo en una data incompleta que incluye MCLIII. Al parecer Blanco Trías la leyó completa, bien en el documento original, bien en el muro. Unimos lo conservado a lo que él transcribió: ANNO:AB:INCARNATIONE:D[OMI]NI:M:C:L XXX:(II:XVII:KAL:DECEMBER: / CONSECRATUM:EST:HOC:ALTARE:A):GIRAL DO:AUSIT[AN]O: / ARCHI[EPISCO]PO:IN:HONORE:S[ANCTAE]:M[A] RIAE:(MAGDALENAE:ET: / CONTINENTUR:IN:EO:RELIQUIAE):S[ANCT] I:VINCENTII:M[ARTI]RIS:ET:S[ANC]T[I]:THOMAE:EPI[SCOPI]:ET:M[A RTI]RIS:ET:SCOLI [...] La siguiente capilla es la axial. Según la data de la inscripción es la más antigua de las cinco. Fue consagrada por Martín, obispo de Tarazona, en 1168. En su estado actual la lectura es incompleta, ya que se han perdido parcialmente el principio y final de los renglones. Completamos las lagunas con el texto que cita Blanco, de nuevo, en cursiva: (ANNO:AB:INC)ARNATIONE:D[OMI]NI:M:C:LX:VIII: XIIII:K(AL:NOVENBRIS:CONSECRATUM:EST:HOC:)ALTARE:AB:EP[ISCOP] O:TIRASONENSI:/MARTIN(US:IN:HONOREM:SANCTORUM:EVANGELIST ARUM:ET:MARYRUM:ET)CONTINENTUR:IN:EO:RELIQUIE:S[ANCTAE] M[ARIAE]:MAGDALENAE:ET:S(ANCT...) Al norte de la capilla axial, los epigramas se han conservado de forma completa. Certifican que la cuarta capilla fue consagrada otra vez por Giraldo, obispo de Auch, en honor de San Benito con data de noviembre de 1182: ANNO:AB:IN:CARNATIONE:D[OMI]NI:M:C:LXXX:II:XVI:K[ALENDAS]: / DEC[EM]B[ER]:C[ON]SECRATV[M]:E[ST]:HOC:ALTARE:AB:GIRALDO: / AUSITANO:ARCHEP[ISCOP]O:IN:HONORE:S[ANCT]I:B[ENE]DICTI:ET: / C[ON]TIN[ENTU]R:IN:EO:RELIQUIE:S[ANCT]I:STEP:H[AN]I:EPI[SC OPO]:ET:SCOLI:INNOCENTU[M]:ET:S[ANCT]I:XP[ST]OFORI:M[A] R[TIRIS] S[ANCT]I:ET:BERNARDI:ABB AT[IS] S[ANCT]I. La última capilla por este lado fue consagrada por Juan, obispo de Tarazona, el 25 de julio de 1173, en honor de San Pedro y San Pablo: ANNO:AB:IN:CARNATIONE:D[OMI] NI:M:C:LXX:III:VIII:K[A]L[ENDAS]:AUGUSTI: / C[ON]SEC[RA]TU[M] :E[ST]:HOC:ALTARE:A:JOANNES:EPI[SCOPO]:TIRASONENSI:IN:HON ORE:S[ANCT]I:AP[OS]TOLI:PETRI:ET:PAULI:ET:CONT[INENTUR:IN:E O:RELIQUIAE:...] ET:ALIORUM [...] Blanco Trías cita un epigrama más, que leyó en el muro de la primera capilla por el lado sur, la que en la actualidad no conserva resto alguno de la inscripción: (ANNO:AB:INCARNATIONE:D[OMI]NI:M:C:LXX:III:V:KAL[ENDA S]:MAJII:CONSECRATUM: / EST:HOC:ALTARE:A:JOANNE:EPI[SCOPO]:T IRASONENSI:IN:HONOREM:S[AN]CTI: / JOANNIS:ET:CONTINENTUR:IN EO:RELIQUIAE[...]ET:ALIORUM: / QUORUNDAM...) Por último, ya se ha apuntado que el mismo autor recoge la noticia de que durante la revisión de altares realizada por el abad Lope Marco en el siglo XVI, el propio prelado constató que Juan, obispo de Tarazona, había consagrado, también un 25 de junio de 1178, la capilla del crucero sur en honor a San Miguel. Si el corpus epigráfico de la corona de capillas de la girola abarca de 1168 a 1182, en lo que podemos considerar la primera fase constructiva del edificio, la leyenda pintada sobre los cuatro soportes centrales de la capilla mayor es el testimonio escrito que cierra su proceso constructivo. Es más larga y detallada. Se lee por renglones, de tal forma que para concluir la primera línea de texto debemos leer uno tras otro su contenido en cada pilar. A lo largo de seis líneas narra la ceremonia solemne, realizada el 15 de noviembre de 1248, por la cual se dedicó el monasterio y se consagró su altar mayor en honor de la Virgen María. El acto fue oficiado por Aznar, obispo de Calahorra, y a él asistieron García, obispo de Tarazona, Rogelio, abad de l´Escale-Dieu y ocho abades más. Además del propio interés del contenido de la inscripción, en esta ocasión conservamos también el documento original del acta de consagración (regesta y análisis publicados por Javier Cañada Cabanes). La inscripción es una copia literal del acta, por lo que constatamos, al menos en este caso, la completa identidad de actas documentales e inscripciones pintadas. LA IGLESIA ABACIAL Si nos situamos en el interior del templo, sobre la escalinata del tramo de los pies, y contemplamos en la distancia el altar mayor de Santa María de Veruela, adquirimos la conciencia de vivir un volumen construido de vigorosa plasticidad e intensamente solemne. Las sucesiones de arcos y tramos, jerarquizadas por un orden tan patente como invisible, nos llevan hacia la cabecera y su luz cenital, hacia la girola y sus penumbras, siguiendo un impulso casi litúrgico, que nos hace pasar de una capilla a otra hasta completar el recorrido de nuevo en las naves. Domina el orden, el equilibrio y la composición de las partes, en una sintonía que hace de la armonía un ejercicio de unidad proporcional. ¿Son sensaciones propias de un público avisado o responden verdaderamente a una sistemática concepción armónica de las partes? O, formulada la cuestión de otra manera, esa sensación de solemnidad y equilibrio atemporal, ¿está dentro o fuera de nosotros? Hace unos años, María Luisa López Sardá concretó las complejas analogías e interrelaciones numéricas de las que parten tanto la composición planimétrica del edificio como los alzados y las cotas de sus naves y bóvedas. Las conclusiones son convincentes y aleccionandoras. La abacial de Veruela es una compleja estructura diseñada a partir de las referencias métricas buriladas bajo una de las ventanas de la sala capitular. Esta piedra de mesura, estudiada por Lloveras, nos da la clave para interpretar las principales medidas de la planta y los alzados. El pie pequeño, en torno a 18 cm, el mediano, de unos 23,5 cm, y el grande de 25 cm van a servir de patrón para todas las medidas. Junto a los tres pies de medida, la losa lleva grabadas la escuadra como aparejo de construcción y la vescica como instrumento proyectual. En consecuencia, la definición concreta de la planta y los alzados desvela una compleja y premeditada composición, que parte de los juegos numéricos, la proporción aurea y las escalas armónicas. Arte para un espacio excepcional, un amplificador pétreo para las oraciones de los monjes. Una arquitectura para las almas, un arte mediador entre el cielo y la tierra. Efectivamente, las dimensiones del edificio son imponentes: la longitud total se acerca a los 80 m, por 32 para el crucero; nave central, transepto y capilla mayor se erigen con una luz que supera los 9 m. La girola es más angosta, con 2,4 m entre pilares; las naves laterales casi duplican su anchura con 4,5 m. Por último, las alturas de las bóvedas alcanzan los 18 m para la nave central, por 9 para las laterales. A simple vista, estos datos, sólo orientivos, nos sirven para valorar tanto el empeño del edificio, como las relaciones proporporcionales y armónicas que generan planta y alzados. Especialmente la relación 1:2, tan apreciada por los constructores del Císter, determina las alturas y anchuras de naves y arcos. Quizá sea la cabecera la parte más compleja y peculiar del edificio. Está formada por un gran presbiterio, dividido en dos tramos: el anteábside rectangular y el hemiciclo de cierre. Sus ocho soportes arman el muro mediante siete arcos apuntados que se abren a la girola y a su corona de capillas radiales. Como el presbiterio se monta sobre un podio escalonado, el pavimento del deambulatorio se fija casi un metro por debajo. A su vez, también se articula mediante siete tramos, rectangulares en cada una de las embocaduras y trapezoidales para el resto. Precisamente son éstos los que acogen el engarce con cada una de las capillas radiales, todas iguales, todas tangentes, todas articuladas de nuevo con anteábside rectangular y hemiciclo ligeramente más estrecho. A ellas se asocian las otras dos capillas abiertas al crucero. Su altura es la misma que la del deambulatorio; sus dimensiones coinciden con las radiales. Quizá sea el engarce de toda esta parte del proyecto el elemento más significativo de su diseño. El maestro consigue uniformizar los volúmenes de las siete capillas, obteniendo así un aprovechamiento intensivo de las posibilidades que le daba una articulación con girola. Fitero, al ampliar el crucero en un tramo más, erigirá siete capillas; La Oliva, con una cabecera en batería, sólo erigirá cuatro. La liturgia cisterciense potenciaba la construcción de numerosas capillas y altares. Quizá ésa sea la idea que subyace bajo el diseño de girola y capillas. Los alzados de los tres volúmenes consiguientes establecen una relación admirable. En primer lugar presentan una evidente jerarquía escalonada, que será patente al exterior: por encima el altar mayor, en medio la girola, por debajo los ábsides radiales. Despúes sorprende el matizado juego de luces y compartimentaciones espaciales. Así, deslumbra la capilla mayor con su volumen amplio, diáfano y luminoso; la girola, por su parte, aparece angosta y relativamente oscura, casi como un intinerario iniciático, íntimo frente a la solemnidad del presbiterio. En este ambiente de penumbra las capillas adquieren cierta autonomía, subrayada por el sobrio amueblamiento pétreo felizmente conservado. Y es que cada capilla conserva su mesa de altar románica, junto a las credencias y los lavamanos con desagüe exterior. Este amueblamiento, de rango monumental, señala el empeño y recursos con el que se afrontan las primeras fases constructivas. Ya el propio George Street, en su estudio publicado en 1865, percibió la relevancia y peculiaridad de estos elementos. Quizá la mesa de altar más bella es la de la primera capilla al norte de la axial. Los cinco capiteles de las columnillas que la sostienen muestran capiteles de copas altas y cónicas, con motivos muy estilizados, inspirados en hojas lancetadas o hendidas que nacen de los collarinos. Son motivos que luego veremos también en algunos de los capiteles de los soportes. Y es que uno de los aspectos más sorprendentes de las capillas radiales es que se conservan tal y como se construyeron, incluso con el pavimento de losas de piedra original, incluso con las epigrafías pintadas. Trasmiten una intensa sensación de solidez, que aproxima la arquitectua construida al concepto de cueva refugio. En sus pequeñas dimensiones (4 m de anchura por 3 m de profundidad) destacan la regularidad y tamaño de los sillares del muro, inversamente proporcionales al tamaño de la ventana, muy contenido. La embocadura va armada con un poderoso arco de medio punto que anuncia el cañón del anteábside; para el hemiciclo se monta la correspondiente bóveda de horno. Muros y bóvedas llevan una imposta con molduras intermintentes de palmetas y tallos ondulantes. Lo curioso es que esta imposta monta piezas labradas mezcladas con otras lisas, sin aparente ordenación. Aparece completa sólo en la capilla axial; decora el anteábside de la siguiente hacia el Norte y los ángulos del hemiciclo en la última por ese lado. Por el otro, el primero lleva la moldura en los ángulos y parte del hemiciclo; y por último el siguiente, otra vez junto al axial, en los ángulos y el lado norte del anteábside. Como hemos visto, la girola es un espacio angosto y algo más alto que las capillas. Esa diferencia de altura tiene una evidente justificación práctica: acoger sobre la rosca de cada embocadura una ventana abocinada y de medio punto, de dimensiones parecidas a las de las capillas. Su aporte lumínico es imprescindible para que el deambulatorio sea practicable. El paramento en el que se centran es liberado gracias a la incorporación de bóvedas de arcos cruzados para cada uno de sus siete tramos. Se interpretan como tramos de arista con arcos de sección cilíndrica de refuerzo. Como veremos luego, también en la sala capitular su volumen cilíndrico va embebido en el ángulo de fajones y muros. Ésta será la formulación del encuentro de los cruzados y sus respectivos soportes en todo el templo. Como es habitual en los deambulatorios cubiertos por estas bóvedas protogóticas, los encuentros de cruce quedan ostensiblemente desplazados hacia la base corta de los trapecios planimétricos. Además, la estrechez del espacio es un serio hándicap para el desarrollo de los soportes; las semicolumnas adosadas son poco sobresalientes. Por el lado de las capillas cada soporte lleva tres, una por cada frente. Para conseguir unas embocaduras al crucero algo más espaciosas, el fajón va sobre ménsulas de rollo. Todos los fajones, así como los perpiaños del lado de la capilla mayor, se apuntan y peraltan para adaptarse a los ápices de arcos y bóvedas. La compleja resolución del deambulatorio es perfectamente patente a la vista del frente oriental del transepto. Su embocadura coincide sustancialmente con las dimensiones de los arcos del hemiciclo de la capilla mayor. No parece que la uniformidad de los elementos sea uno de los objetivos del maestro constructor. De hecho, los arcos de ingreso del deambulatorio son mucho más estrechos y bajos que los de las capillas del crucero. Quizá sea un síntoma de antiguedad. Da la impresión de que los proyectos algo más avanzados, como por ejemplo Fitero, avanzan hacia una uniformidad y seriación de génesis gótica. Las capillas del transepto siguen las pautas hasta aquí descritas, si bien ambas adoptan ya el perfil apuntado para sus bóvedas. La meridional, como sus compañeras radiales, lleva la credencia y el lavamanos a la derecha, lo mismo que la ventana, que se desplaza del eje al ser tangente por ese lado con la corona del deambulatorio. De nuevo aparecen las palmetas en la imposta de los ángulos del hemiciclo. También la mesa del altar se compone con cinco columnillas. Sin embargo, las basas de los soportes de embocadura son únicas. Bajo el primer toro con listel liso, lleva una moldura convexa con palmetas y tallos en ondas, similares a los que decoran cancelas y lavamanos. Su caracter único quizá se pueda justificar por ser los primeros ejecutados en el cenobio, los más antiguos. La capilla contraria, abierta al transepto norte, sigue también las pautas de las demás, aunque muestra quizá una mayor simplificación, con una doble credencia sin moldura ni lavamanos, y la ventana en el lado contrario. La capilla mayor nos lleva a otro ámbito espacial. Todo es solemnidad, espacio y luz. Un envoltorio brillante y diáfano para la imagen de la Virgen y su altar. Divide su alzado en dos niveles, el inferior ocupado por los siete arcos apuntados que van a dar al deambulatorio; el superior con siete ventantas de medio punto como cuerpo de luces. Los arcos inferiores son doblados y aristados. Sobre ellos montan seis hiladas de sillares rematados por la imposta lisa que subraya el nacimiento de las ventanas. Sus enmarques son muy simplificados: llevan baquetón continuo sobre su arista achaflanada perimetral. Salvan el grosor del muro con un ligero abocinamiento, que en la base se convierte en talud de 45 grados. En consecuencia, la luz que penetra por las ventanas altas se proyecta hacia abajo, focalizando sus rayos sobre la mesa del altar. Y como no podía ser de otra forma, el altar es uno de los más bellos y monumentales del románico hispano. Curiosamente entre las piezas desubicadas que conserva el monasterio de La Oliva nos ha llegado un altar semejante. La base prismática sobre la que se coloca la mesa monolítica, lleva los cuatro frentes decorados por una arquería ciega que apea sobre columnillas de notable volumetría. Son diez en las caras largas, y cuatro en las cortas. Los arquillos recuerdan a los que luego veremos como remate por fuera de los cilindros de las capillas radiales. Los 24 capitelitos son todos iguales, con volutas que se emparejan en los ángulos, frutos en forma de piñas que penden de ellas y hojitas digitadas en los centros. Los fustes quedan lisos, con collarinos y basas muy desarrollados. Tras el altar, los muros romos de los pilares muestran la inscripción que certifica la consagración de este altar en 1248. Y en el centro, sobre una estilizada peana pétrea, preside el espacio la imagen gótica de la Virgen de Veruela. Quizá sean los vanos y la luz una de las apuestas de los hemiciclos concéntricos de la cabecera. Así si observamos desde su perpendicular, cada uno de los arcos de la base del hemiciclo podemos comprobar la continuada disposición sobre su eje de simetría de los tres cuerpos de ventanas escalonados: abajo los vanos de la radial correspondiente; sobre él, la ventanita del deambulatorio; para terminar, la ventana superior. El sistema de soportes muestra, como la propia composición del alzado oriental del transepto, una inequívoca tendencia hacia la variedad simétrica. La ilusión de cierre en hemiciclo pétreo, con paramentos lisos y continuados, queda reforzada por la ausencia de soportes verticales. Las columnillas que acogen los nervios de la bóveda gótica de la capilla mayor nacen de la misma imposta que las ventanas. De hecho sus fustes quedan colgados en forma de culde- lamp. Esta terminación, que luego veremos también en la nave mayor, es muy característica de las abaciales de la orden. Aparece también en las columnillas que decoran el cuerpo superior de la fachada occidental. Los cimacios de sus capiteles alcanzan el inicio de las roscas de los vanos. Si comparamos el grosor y sección de los nervios de la bóveda y sus correspondientes plataformas, constatamos que no pertenecen al mismo momento constructivo. De hecho, nervios y plementos son ya plenamente góticos; debieron ejecutarse bien entrado el siglo xiii. La bóveda que inicialmente se propuso como remate del cilindro de la capilla mayor debió de ser un horno reforzado con semiarcos, probablemente cilíndricos como los del deambulatorio, y de grosor similar al de los fustes de sus soportes. Las propias roscas de los vanos trazarían su base inferior. Para el ánteábside se debió de proponer entonces quizá una bóveda de cañón apuntado. El efecto del conjunto sería similar al de las capillas mayores de La Oliva o Poblet. ¿Cual fue la razón que llevó a los monjes a cubrir tan tardíamente el principal espacio del templo? En otras grandes iglesias de la zona, especialmente en Fitero y Tudela, también se montan bóvedas góticas sobre las capillas mayores. Si embargo sus cerramientos son coherentes con el resto de las bóvedas de las partes altas. No ocurre así en Veruela. Las bóvedas de la capilla mayor son las más modernas del edificio; indudablemente más avanzadas que las de las naves o el transepto. Dailliez apunta un interesante dato cuyo origen, a día de hoy, desconocemos. Lógicamente debe de aparecer en alguna documentación inédita. La bóveda de la capilla mayor se hundió en 1215. No es habitual una ruina tan rápida, sin que nos haya llegado constancia alguna de problemas estructurales o de cimentación. Futuras investigaciones darán luz sobre este extremo. No obstante, es la única justificación para una anomalía constructiva tan patente como la descrita. Además daría sentido a la consagración tan tardía del altar mayor, datada como sabemos en 1248. Sería también coherente con la cita documental del altar de la Virgen en 1208, lo que supone que ya entonces el altar mayor de la iglesia existía como tal (MARTÍNEZ BUENAGA). El anteábside acoge otros cuatro pilares que parten de un núcleo cruciforme también con columnas adosadas. Los dos más occidentales se asocian a los dos primeros del cuerpo de naves. Estos cuatro van a ser quizá los más peculiares del interior. En las caras destinadas a soportar los cuatro arcos torales del tramo central del transepto doblan las columnillas adosadas, en una idea muy románica, que luego dará lugar a un tipo de pilares característicos de protogótico hispano. Pero en Veruela están todavía interpretados al modo románico. De hecho, podemos encontrar un claro precedente en los pilares torales de la catedral de Jaca. En unas cronologías parecidas a las de Veruela, aparecen también en la abacial cisterciense de Flaran, al otro lado de los Pirineos. La diferencia sustancial con lo que poco después veremos, por ejemplo en La Oliva o Tudela, es que las dobles columnillas de Veruela ocupan algo más de un tercio de la cara del pilar, mientras que en los ejemplos citados la llenan por completo. En Veruela el pilar es estilizado y elegante, en La Oliva mostrará una poderosa y plástica sucesión de columnas. Ésta será la composición característica de un pilar típicamente hispano, que con columnas en los codillos, se adaptará perfectamente a las primeras planimetrías que proyectan ya cerramientos con bóvedas de arcos cruzados de génesis gótica. Los capiteles de la cabecera se ordenan en tres grupos diferentes. Los que aparecen en las embocaduras de las capillas radiales muestran una labra más profunda, componiendo sus copas mediante dos o tres niveles de hojas lisas y esquemáticas, hendidas y con bolas en sus centros. El nivel superior va con volutas entre “almenas”. Este tipo de composición también aparece en algunos de los vanos centrales del hemiciclo de la capilla mayor. El segundo grupo lleva cestas de labra casi incisa, en la que se dibujan hojas muy esquemáticas en forma de lancetas lisas y planas. Aparecen en el resto del hemiciclo del presbiterio, en la embocadura de las capillas del transepto y en las partes altas del anteábside de la capilla mayor. El tercer grupo está integrado por los capileles de los soportes de la bóveda gótica del hemiciclo. Sus motivos son más carnosos, con frutos y volutas simétricos, en cestas más complejas y recargadas. Las hojas llevan trépanos para acentuar el claroscuro. Alguno muestra un característico remate con fondo de lancetas planas que luego veremos en las naves laterales a partir del tercer tramo, y en los primeros de la central. El transepto se divide en tres tramos cuadrados. López Sardá ha destacado que el central es el módulo compositivo del que parte el resto del planeamiento del templo. Ciertamente el volumen construido para el transepto y la nave mayor es coherente y armónico. Destaca la airosa bóveda central, capialzada y con el tradicional óculo en el cruce de los arcos. Como el de La Oliva, serviría para llevar al interior de la iglesia las sogas del cuerpo de campanas, erigido por encima, a modo de pequeño cimborrio. Como su abacial hermana, también Veruela coloca la escalera de caracol que ascendía al campanario medieval en el ángulo del transepto y la nave del Evangelio. La imagen que trasmite el templo hacia occidente, con los seis tramos de las naves, es ya de franca seriación, especiamente manifestada en las bóvedas de robustos arcos cruzados tribaquetonados. Su sección es muy exitosa en bóvedas erigidas entre los últimos años del siglo XII y los primeros del XIII. Así se cierra por ejemplo la sala capitular de Fitero o la parroquia de Santa María de Sangüesa. Soportes, paramentos, arcos y ventanas nos remiten sin embargo a concepciones estilísticas plenamente románicas. En esta parte del templo domina de una forma más patente la citada proporción dupla o 1:2; la altura y la anchura de las naves laterales es aproximadamente la mitad que las dimensiones correspondientes de la central. A su vez la nave mayor se divide en dos niveles iguales, mediante una imposta lisa. En cuanto a los perfiles de los arcos, los formeros son de medio punto, mientras que todos los fajones muestran ya perfil apuntado. Los soportes se construyen mediante el exitoso núcleo cruciforme con una semicolumna por frente. La relación entre pilar y semicolumna es de 3 a 1, quedando su fuste rematado en cul-de-lampe. Las bóvedas de las naves laterales se componen igual que las del deambulatorio. Los cruzados son cilíndricos y quedan embebidos por los codillos de arcos y soportes. Los encuentros de los cruzados de las partes altas son similares, incluso el encuentro de muros y soportes se subraya por medio de una imposta que nace de los cimacios y concluye al poco de alcanzar el muro. Esta solución que marca la altura del apeo de las bóvedas es frecuente en otros edificios románicos, como las naves de San Esteban de Sos, también con arcos cruzados en sus bóvedas. Por último, las ventanas tanto de la nave mayor como de la nave norte aprovechan toda la amplitud del paramento que libera la bóveda de arcos cruzados. Su diseño ya es completamente desornamentado, con perfiles aristados y leve abocinamiento. También eran amplios los tres grandes óculos que iluminaban las partes altas de los hastiales del crucero y de los pies. Este último se complementa con otros dos óculos de menores dimensiones que iluminan las naves laterales. Vamos a terminar el recorrido por las naves de Veruela fijándonos otra vez en los capiteles y sus repertorios ornamentales. En los primeros tramos de las laterales continuamos observando capiteles del segundo tipo de la cabecera. Otra vez nos encontramos con hojas esquemáticas acanaladas o copas lisas con fajas de triple cuerda que se entrelazan formando picos en los centros y los ángulos. Este tipo de capitel aparece también en otras abaciales del Císter, como Poblet o Flaran. Con trenzados más prolijos se siguen labrando alguno de los tramos occidentales de la nave norte. A media altura de la nave de la epístola estos capiteles van incorporando lises sobre las superficies planas. También se añaden gruesas volutas que se emparejan en los ángulos y los centros. Por el lado del evangelio llevan piñas angulares que recuerdan vivamente a los capitelitos del altar mayor. En general los capiteles se vuelven más minuciosos y decorativos. En el tramo siguiente volvemos a ver capiteles de labra más profunda y detallada, con incisiones y trépanos. Coinciden con los de las partes altas del hemiciclo de la capilla mayor. Ya en los tramos más occidentales encontramos los capiteles más voluméntricos y decorativos del conjunto. Muestran una labra virtuosa que se permite tallar tallos y hojas, todavía esquemáticos, que salen de la pieza componiendo volutas de bulto redondo. Las hojas, aun siedo simétricas y seriadas, se vuelven carnosas. En las partes altas de la nave mayor, a pesar de ciertas diferencias, da la impresión de que los tramos más orientales siguen las pautas de los más decorativos de las laterales. Aparecen también los primeros ejemplos figurativos, con unas arpías patilargas que unen sus cabecitas en los ángulos superiores. Por el otro lado, cuatro cuadrúpedos patilargos (¿leones?) amenazan con morder dos cabecitas humanas que nos miran desde los ángulos. Ambos capiteles forman parte de los repertorios románicos que se extienden por doquier especialmene durante el segundo tercio del siglo XII. La verdad es que sorprende encontrarlos aquí. Habitualmente se considera que aluden a la amenaza del pecado sobre el creyente. La definición plástica de ambos es popular e ingenua. La portada principal también conserva interesantes restos de escultura monumental. Tal como la vemos hoy, la fachada traslada al exterior el escalonamiento y dimensiones aproximadas del cuerpo de naves. Como es habitual en la orden, su punto de partida está algo más de un metro y medio por encima del nivel del piso interior. Destaca lógicamente el cuerpo central, con la portada abierta sobre el paramento adelantado, y un gran óculo en el nivel superior. Otros dos, de menores dimensiones, iluminan el cierre de las naves laterales. Esta organización del cuerpo de luces occidental coincide, con un menor rango monumental, con el propuesto en La Oliva. Bajo el rosetón central se dispone un talud escalonado sobre una aquería ciega. Lleva 21 columnillas suspendidas en el centro y seis ménsulas a cada lado. Recuerdan a las que hemos visto en la parte superior del hemiciclo de la capilla mayor. Sus capiteles y ménsulas, expuestos sin protección a las inclemencias del tiempo, están muy deteriorados. Los que se conservan nos remiten también a la mesa del altar mayor. Entre las ménsulas se observan restos de figuras; las mejor conservadas son dos máscaras monstruosas, una a cada lado. Bajo la columnilla central aparece uno de los dos crismones que conserva la fachada. El otro se encuentra sobre la clave del arco interior de la puerta. Como es habitual, la portada acumula buena parte del esfuerzo decorativo del conjunto. Su breve abocinamiento se organiza mediante seis arquivoltas y chambrana exterior. Las más simplificadas son las dos interiores. La del crismón es de platabanda y apea sobre montantes prismáticos; la otra muestra baquetón angular y nacelas. Junto a las otras cuatro, van sobre cinco pares del columnas acodilladas al escalonamiento del jambaje. Las fajas decorativas se labran sobre los chaflanes; se suceden tetrapétalas en besantes, ondas de tallos con plantas perpendiculares, otra vez círculos tangentes con flores inscritas en bajorrelieve, margaritas con boton central y para terminar de nuevo tetrapétalas entre entrelazos. Fijémonos ahora en los capiteles de las jambas. Bajo cimacio taqueado, el conjunto lo forman doce capiteles, diez para las columnas y dos para los montantes interiores. Comenzando desde el Norte, encontramos grifos de cabezas afrontadas, volutas superiores, cuatro hombres llevan preso a un ladrón de gallinas (?) que va en el ángulo, dos niveles de hojas esquemáticas y estriadas, dos niveles de hojas carnosas y en el montante, de nuevo hojas similares. Por el otro lado, su pareja lleva grifos patilargos, volutas escalonadas, otra vez dos niveles de hojas con estrías, triples tallos entrelazados, volutas superiores y de nuevo volutas en el último. Sus características coinciden con las observadas en los tramos occidentales de las naves laterales y en los superiores de la central. Si rodeamos el edificio por el Norte, junto al muro de la nave del evagelio nos encontramos con las lápidas del cementerio jesuita. Entre sus cipreses obtenemos una buena perspectiva de la fisonomía exterior de naves y crucero. Todo el conjunto evoca solided y horizontalidad. Sillares regulares y perfectamente escuadrados van asociados a contrafuertes anchos pero poco sobresalientes. Es especialmente plástica la cornisa de la nave lateral, organizada mediante una serie interminable de arquitos ciegos y profundos sobre canecillos de rollos. Los encuentros con los estribos están resueltos de una forma original y plástica: el contrafuerte, tras un breve talud alcanza el tejaroz; allí los arquitos reducen su profundidad, convirtiéndose en simples relieves adosados a la pieza superior del estribo. Este detalle destaca el cuidado que los maestros emplearon en la resolución de todos los diseños del templo, por pequeños que éstos fueran. La composición de la cornisa supone una continuidad tanto de las arquerías que cierran por arriba el paramento de la portada, como de las que soportan la mesa del altar mayor. El tejaroz de la nave central es más simplificado, con canecillos casi exclusivamente lisos. Pero no todos lo son. Y es curioso que el espíritu decorativo de los canteros que trabajaron en la gran abacial cisterciense plasmara sus hábitos constructivos también en este aspecto. En el tramo más oriental, dos muestran cabezas; otros dos, motivos vegetales esquemáticos. Curiosamente el tejaroz del crucero va unos centímetros por encima del de la nave, en lo que supone una anomalía de difícil justificación. Seguimos rodeando el edificio. En el ángulo entre nave y transepto, se construyó después que el templo, pero en un contexto estilístico similar, una capillita funeraria, conocida como el pudridero. Por el interior se cubre con bóveda de arcos cruzados similar al transepto y las naves. Un poco después, ya sobre el hastial del crucero, se erigió durante el siglo XVI la capilla de San Bernardo. Y tras ella, nos encontramos con otro de los puntos de vista óptimos del edificio. La cabecera, con su sucesión je- rárquica y trabada de elementos cilíndricos, muestra desde aquí tanto su complejidad compositiva, como su coherencia estructural. Los tres niveles volumétricos del interior se presentan al exterior más amortiguados, tendiendo a la unidad de capillas y girola frente al enorme volumen de la gran capilla mayor. Equivale a un tercio del transepto, y gracias a la escasa altura de la corona de capillas, se impone, también al exterior, como principal volumen del templo. A ambos lados, reforzando los estribos del anteábside, vemos hoy dos grandes arcos de refuerzo, al modo de enormes tirantes que apuntalan el perímetro ábsidal. Actúan como verdaderos arbotantes. En mi opinión fueron construidos tras el hundimiento de la primitiva bóveda de la capilla mayor. Desde el punto de vista estilístico son ya plenamente góticos, en consonancia con las nuevas bóvedas realizadas entonces. Las cinco capillas, de aspecto un tanto achaparrado y notable volumetría, señalan el primer nivel. Sorprende la potencia de los paramentos lisos, frente al hueco solitario de las ventanas axiales. Su diseño es muy simplificado, con doble arco concéntrico de platabanda. Sobre los hemiciclos, plásticos y limpios de divisiones verticales, destaca otra vez la corona de arquitos ciegos sobre ménsulas de rollos. La continuidad con las naves laterales es evidente. De nuevo, la maestría del arquitecto constructor queda de manifiesto en la resolución del encuentro de los tambores cilíndricos. Utiliza un doble escalonamiento con arista viva en el eje. El tejaroz, con vierteaguas central, apea sobre otro par de arquillos ciegos y su correspondiente acumulación de canecillos. Los refuerzos y estribos adquieren aquí continuidad hacia las partes altas. Sobre las radiales, el tejaroz del deambulatorio se hace uno al asociarse con las capillas del transepto. Desaparecen los arquitos para apear directamente sobre ménsulas de rollos. Entre canecillos y tejados se consigue abrir una ventanita por tramo. Integran el cuerpo de luces de la girola. Composiciones muy similares se pueden ver en la cabecera del monasterio cisterciense de Moreruela. Más cerca, Santo Domingo de la Calzada propone soluciones parecidas para la iluminación del deambulatorio. La interacción de capillas y deambulatorio anuncia ya la fusión de ambos elementos. Así, lo veremos poco después, por ejemplo, en Fitero. Por encima, una imposta lisa señala el arranque de los siete vanos que conforman el claristorio del presbiterio. Son los más elaborados del edificio. Sus emarques coinciden con lo que veremos luego en el interior de la Sala Capitular. Están compuestos por un arco de baquetón angular entre listeles diagonales, finas columnas acodilladas, y capiteles estilizados. Llevan hojas lancetadas y hendidas muy esquemáticas, similares a las del segundo grupo de capiteles del deambulatorio. Las ventanas del transepto no siguen ya esta composición. La del sur lleva un baquetón corrido; la del norte, más rasgada, monta dos arcos escalonados de platabanda. A su vez cada uno de los paramentos se divide verticalmente mediante estribos finos y de poco resalte. Soportan el tejaroz junto a series de seis canecillos en forma de zapata lisa. El resultado global es otra vez equilibrado y monumental. Para completar el análisis del templo sólo nos restan las dos puertas que lo comunican con el claustro y las estancias. La más oriental, llamada del Miserere por la inscripción todavía visible en su rosca exterior, es también la más antigua. Abre la iglesia a las principales dependencias monásticas, al ala del capítulo. En una estructura simple, vuelve a mostrar una decoración escultórica fina y minuciosa. La rosca se compone de tres arquivoltas y vierteaguas. La interior es de platabanda; la siguiente, sobre un par de columnas acodilladas, lleva baquetón angular; la tercera muestra faja de rosetas en su chaflán; por último, el vierteaguas va decorado con bolas. Los capiteles y cimacios son lo más elaborado; se decoran mediante una continuidad de tallos ondulantes y palmetas. Recuerdan vivamente a las molduras conservadas en las capillas radia- les. Por el otro lado, en el segundo tramo de la nave de la epístola, nos encontramos con la puerta de los conversos. Su función era la de llevar a los legos a su coro, en la parte occidental de la nave, sin acceder al claustro, reservado sólo a los monjes. Tras la construcción de la cilla, comunicaría a ésta y la iglesia. El hueco se arma con los mismos elementos que la anterior. La segunda arquivolta lleva en su chaflán tallos y palmetas; círculos entrelazados la tercera y rosetas el vierteaguas. Los capiteles, más avanzados, muestran ya las exitosas hojas acanaladas y esquemáticas. Una vez que hemos terminado de recorrer todos y cada uno de los elementos que constituyen la iglesia abacial, parece necesario observar en su globalidad el extenso conjunto de capiteles que acabamos de describir. Baste recordar que encontramos capiteles en las embocaduras de las siete capillas (14), en las mesas de los altares menores (35), en los soportes de deambulatorio y presbiterio (26), en los enmarques externos de las ventanas de la capilla mayor (14), en su mesa de altar (24), en las naves laterales (48), en la nave mayor (12), en las portadas (16) y en la arquería ciega de la fachada (30). En total más de doscientos. Especialmente en la parte más antigua, los vegetales se combinan con los lisos, mientras que en las naves los vegetales se imponen masivamente. Sólo siete, localizados en la nave central y la portada occidental, acogen temas figurativos. El primer grupo, los más antiguos, se localizan en algunas de las capillas radiales y los soportes del deambulatorio. Quizá a ellos debamos unir los capiteles de la puerta del Miserere, de cestas con tallos y palmetas similares a las de las impostas de las radiales. Son sustituidos por cestas esquemáticas que completan el deambulatorio, las mesas del altares radiales, las capillas del transepto, los soportes del anteábside y la puerta de los conversos. Luego los veremos también en la sala capitular. Un tercer grupo se localiza en las naves laterales, observandose una creciente complicación decorativa hacia occidente. En relación con ellos se decora también la arquería del altar mayor. Ya en el último tramo aparecen los más plásticos y calados de todo el conjunto abacial. Tambien en estas partes bajas occidentales, a partir de la mitad de las naves, comienzan a observarse cestas de labra minuciosa y profunda, con la incorporación de trépano. Esos serán los capiteles que decoren la portada y la fachada occidental. Esos serán también los talleres que labren los capiteles del hemiciclo del presbiterio y todas las partes altas del templo; también serán estos los repertorios que incluyan los motivos figurados descritos. LAS ESTANCIAS MONÁSTICAS Las partes más antiguas del cenobio cisterciense son la iglesia abacial y las tres galerías de dependencias monásticas que se construyen al Sur. El planeamiento general del complejo de edificios sigue, como no podía ser de otra forma, las propuestas topográficas carcacterísticas del Císter. Como es norma en los monasterios medievales de esta orden, las estancias monásticas se distribuyen en torno a un claustro, con el ala del capítulo que continúa el crucero de la abacial, el ala del refectorio, paralela al eje de las naves y, cerrando el cuadrilátero, el ala de la cilla y los conversos. Las tres se han conservado en Veruela. Las dependencias se sitúan al sur de la gran abacial. Aunque en este aspecto no había una norma común, la mayor insolación aconsejaba situarlas efectivamente al mediodía. La única determinación previa era la topografía del terreno y la distribución de los cursos de agua. En Veruela, ni una ni otra fueron un impedimento para que el planeamiento general de la compleja organización de un cenobio proyectado ex novo y al completo, se desarrollara según las pautas ideales. Todavía hoy se conserva perfectamente visible una de las canalizaciones que recorría la parcela por el Norte, en paralelo a la iglesia abacial. Otra surcaba la parcela por el Sur, irrigando tanto el lavatorio claustral, frente al refectorio, como las letrinas, al final del scriptorium. Las diferentes estancias monásticas se sitúan al sur de la iglesia, en torno al bello claustro gótico. Sus dimensiones (aproximadamente 33 m de lado) son parejas a las de los claustros de Fitero y La Oliva. La obra del oratorio tiene continuidad primero en el ala del capítulo. De hecho, las estancias del cierre oriental del claustro son una continuidad natural del crucero. Muestran el rango arquitectónico más complejo, ya que se ordenan en dos pisos. Desde el punto de vista funcional son también las más importantes para la comunidad. Tras cruzar la puerta del Miserere nos encontramos primero con el ala del capítulo. Esta parte del monasterio era, desde el punto de vista funcional, la más relevante del claustro. Su construcción se afrontaba a la vez que la propia iglesia. La evolución de las obras iba asociada al planeamiento y construcción del transepto adyacente. Incluso la anchura de su módulo iba determinado por la anchura de aquél. A pesar de las transformaciones posteriores conserva buena parte de sus elementos definitorios, en especial la sala capitular primero, y algo más al Sur el scriptorium. Lo primero que llama la atención es la fachada de lo que fue el armarium-sacristía medieval. Se compone de una sencilla puerta de medio punto flanqueada por dos ventanitas muy abocinadas del mismo perfil. Su austeridad es un perfecto contrapunto a la fantástica fachada de la sala capitular. Otra vez el alarde plástico y arquitectónico es excepcional. Va a aportar otros 44 capiteles al conjunto. Además, sobre la ventana más meridional, conserva tambíen la piedra de mesura a la que nos hemos referido antes. Esa es otra de las sorprendentes aportaciones de la sala. Su valor en la topografía del monasterio y en la vida de la comunidad es perfectamente palpable a la vista de las numerosas laudas y enterramientos que casi completan su pavimento. Comencemos con la fachada. Muestra al claustro cinco arcos iguales, el central como portada de ingreso, mientras que los cuatro laterales forman vanos que completan la iluminación de la sala. Se abren sobre un muro bastante grueso; ésa es la razón por la que se organizan mediante dos arcos concéntricos, el superior apea sobre alineamientos de tres columnillas; los menores sobre una por cada lado. En consecuencia, las columnas se agrupan de cinco en cinco, quedando otras tres en cada uno de los extremos. Esta articulación de la fachada se repite en L’Escale-Dieu y en La Oliva. Al interior, el espacio se divide en nueve tramos irregulares, con tres naves orientadas hacia el Este y de igual anchura. La irregularidad se manifiesta en su definición Norte-Sur, ya que la nave adyacente a la fachada tiene la mitad de anchura que las demás. Esta particularidad viene determinada tanto por la división interna de la sala, como por el sistema de bóvedas aplicado. El volumen espacial se cubre mediante tramos de arcos cruzados de sección cilíndrica. Se asocian a formeros prismáticos con los que enjarjan reduciendo su sección hasta imbricarla en sus ángulos. Este sistema de bóvedas reproduce lo ya observado en el deambulatorio y las naves laterales del templo. Sorprenden las medias bóvedas que llevan sus ápices al mismo muro de la fachada. Su definición es tan irregular como exitosa. Otra vez las encontramos en L’Escale-Dieu y La Oliva. Este peculiar conjunto de bóvedas apea sobre cuatro elegantes columnas exentas y otras ocho adosadas a los muros perimetrales. Tanto sus capiteles como los de las ventanas responden al segundo modelo de hojas esquemáticas y simplificadas, tan frecuente en la cabecera de la iglesia. Sobre el muro oriental se abren los tres vanos que primitivamente terminaban por iluminar la sala, compensando la actual fuente única de luz que proviene del claustro. Con la construcción del monasterio nuevo fueron cegados. Sus enmarques coinciden con los de la capilla mayor: arco baquetonado sobre columnillas en los codillos. Los capiteles son similares a los ya descritos en la sala. ¿Cuál es la causa de una configuración tan peculiar de las bóvedas? El planeamiento de la fachada y la realidad planimétrica del interior presentan una evidente contradicción. ¿Hay forma de conciliar cinco vanos iguales, con una estructura en tres naves? En buena lógica los cinco huecos iguales deberían asimilarse a cinco naves perpendiculares, una por ventana. Esta organización de los huecos es, sin embargo, bastante tradicional dentro de la arquitectura del Císter; conservándose, por ejemplo, en Fontenay. Sin embargo, allí se organizan por parejas bajo tres grandes arcos de descarga. El central, sin arquillos internos, se convierte en la entrada a la estancia, correspondiéndose junto a los laterales con los tres tramos de las naves interiores. En L’Escale-Dieu la composición de la fachada pierde los tres grandes arcos de descarga. El arco de ingreso sigue manteniendo cierta notoriedad jerárquica frente a los vanos laterales, aunque reduce sensiblemente su tamaño. Los vanos siguen siendo cinco, si bien sus dimensiones pierden la referencia proporcional de los tres arcos de Fontenay y consiguientemente también de la distribución interior de la sala. En La Oliva y Veruela los cinco vanos aparecen ya completamente iguales y uniformizados. La disimetría estructural entre fachada y disposición interna, surgida probablemente en Scala Dei, ha llegado a su máxima expresión. Si los nueve tramos hubieran sido completos, sus soportes taparían el hueco de las ventanas que flanquean la puerta. Probablemente esta configuración de la sala capitular partió de L’Escale-Dieu. Allí, una vez construida la fachada, se decide hacer esta adaptación de la planta para adecuar los elementos internos y externos, convirtiéndose posteriormente en modelo de Veruela y La Oliva. Estas correspondencias, junto con otras analogías, relacionan de forma inequívoca la planificación y construcción de estos tres monasterios citados, formando un conjunto cuyas concomitancias estilísticas, e indudable proximidad cronológica, ya fueron destacadas por Lambert. Una cuarta sala capitular cisterciense presenta soluciones semejantes, la de Sacramenia en Segovia; curiosamente, los cuatro monasterios están vinculados por relación filial. Tras la sala capitular se conservan los arcos de medio punto de la antigua escalera que accedía al dormitorio, y, tras ellos, el locutorio rectangular. Se divide en dos tramos, cubiertos por sendas bóvedas de aristas. Sobre el muro oriental, un segundo arco de medio punto, éste cegado, comunicaba claustro y huerta. Dos portaditas arquitrabadas con potentes sillares semicirculares habilitaban el hueco de la escalera, en cenobios como La Oliva, como calabozo. La siguiente sala, también dividida en dos tramos, comunica el claustro con el scriptorium o sala de monjes. De nuevo se asemeja a la misma sala del monasterio navarro. De planta rectangular, se divide en seis tramos cuadrados, con arcos cruzados compuestos por baquetón sobre base prismática. Fajones, formeros y cruzados apean sobre dos columnas exentas centrales. Sus capiteles son monumentales y lisos. Conforman la necesaria superficie como para acoger de forma satisfactoria los encuentros de todos los arcos. Los fustes de las columnas son acanalados, mientras que sobre el muro los soportes se convierten en poderosas ménsulas de rollos. Sorprendentemente los muros de la sala están realizados con piedras lavadas, no con sillares labrados como el resto del edificio. Incluso en ciertas partes se ordenan en forma de espina de pez. Al fondo de la sala se construyeron las letrinas, ubicadas sobre las últimas canalizaciones de un curso de agua que corría de Oeste a Este. Sobre todas las estancias de esta panda claustral se construye el gran dormitorio monástico, que conserva de su configuración original los muros perimetrales, las ventanas de medio punto y uno de los arranques de arco diafragma. El dormitorio comunicaba con el crucero de la iglesia por una escalera, de la que conservamos puerta y silueta sobre el muro del transepto. Era la estancia de mayor superficie de todo el monasterio medieval. Todas las techumbres se rehicieron en época moderna. Estas transformaciones se hacen extensivas a la mayor parte del ala meridional, de la panda del refectorio, en la que cuatro portadas de medio punto aportan el testimonio de su la primitiva organización. Las estancias más orientales, identificadas como el calefactorium, son tradicionalmente las peor conservadas de los conjuntos monásticos cistercienses. Veruela no es una excepción. De hecho, son el refectorio y la cocina las únicas salas que conservan parte de sus articulaciones primitivas. El refectorio, como el dormitorio, muestra hoy los cuatro muros primitivos, con sus correspondientes ventanas, abocinadas y de medio punto, y los restos de la tribuna del lector. Adosada a su muro occidental, la cocina, de planta cuadrada, se cubre con bóveda de arcos cruzados sobre ménsulas angulares. La sección de los arcos lleva dos baquetones y listel central. Su hastial meridional conserva la organización de vanos primitiva, con doble ventana de medio punto y óculo superior. Junto a la cocina, saliendo ya del claustro, nos encontramos con la cilla medieval, dividida en dos naves mediante cuatro pilares cilíndricos. Ocupa todo el lado occidental del claustro gótico. Su contenido estilístico es ya muy reducido. Al fondo observamos el arranque de un muro desaparecido que señalaría la amplitud del primitivo pasadizo de los conversos que comunicaba sus dependencias, habitualmente situadas junto a la cocina, con la iglesia, sin necesidad de pisar el claustro, reservado para los monjes. Este muro, si alguna vez se cerró completamente, desapareció ya en el siglo XIII. Junto a él, la puerta de los conversos vuelve a llevarnos a la iglesia, cerrando así el círculo de nuestra visita. EL PROYECTO Y SU EVOLUCIÓN CRONOCONSTRUCTIVA A partir de las referencias documentales y epigráficas conocidas, de los lazos formales entre los diferentes elementos decorativos y de la distribución de las marcas de cantería, estamos en disposición de construir una hipótesis que asocie la evolución de los trabajos y su correspondiente cronología. Además, para poder concretar los sucesivos pasos y fases que consiguieron completar finalmente iglesia y dependencias debemos tener en cuenta tanto las tradicionales inercias constructivas románicas, como la programación de los trabajos en función de las prioridades cistercienses. El edificio a construir ocupa una gran superficie. Para su planeamiento inicial no había más determinación que la topografía del terreno y la integración en el edificio de los cursos de agua. Los monjes, lógicamente, no deben hacerse con la propiedad de parcelas construidas, como ocurre en los ámbitos urbanos. Aquí todo es más fácil. Por medio de cordeles se marca el terreno y se sitúan todos los elementos a construir. Las dimensiones generales del proyecto son equiparables a Fitero y La Oliva. Las relaciones entre las tres abaciales debieron de ser intensas. Incluso se ha considerado que “varios canteros trabajaron durante su vida profesional en dos de los tres monasterios o incluso en los tres” (JIMÉNEZ ZORZO, MARTÍNEZ BUENAGA, MARTÍNEZ PRADES Y RUBIO SAMPER, 1986). Las obras de construcción y cantería se inician por las cimentaciones de la iglesia y la construcción de la cabecera. Las hiladas de sillares van sucediéndose, con los trabajos focalizados en la corona de capillas y quizá en el muro del transepto sur. Las obras avanzan a buen ritmo, consagrándose la capilla axial en 1168. ¿Cuándo se iniciaron las obras, y en consecuencia, cuándo se plasma sobre el terreno el planeamiento de la girola de Veruela? Si tenemos en cuenta que las demás radiales se van a concluir en diez años, el maestro arquitecto debió de concebir su proyecto muy pronto, quizá entre las confirmaciones de bienes y privilegios que los monarcas de Aragón, Navarra y Castilla otorgan entre 1155 y 1157, y la protección papal otorgada en 1162. Recordemos que Ramón Berenguer IV da protección y recursos a los monjes ubi fundatum et constructum est monasterium... Evidentemente desde que la comunidad se instala en Veruela inicia la construcción del monasterio, aunque no sea su definición arquitectónica definitiva. Sea como fuere, los monjes deciden erigir el modelo eclesial más complejo, monumental y ambicioso que para entonces se había propuesto en el mundo románico. Incluso en Claraval (1154-1174) se comenzaba a levantar entonces una cabecera con girola, como la grandiosa de Cluny III. En consecuencia, el diseño verolense parte de una inequívoca tradición románica, a la que incorpora la tangencia de las capillas radiales. Esa proliferación de capillas complica la planimetría general, ya que debe integrar los siete tambores, con los tramos de la girola y sus correspondientes soportes. También va a complicar los alzados y su iluminación, ya que el deambulatorio no dispone de ventanas murales como en Santo Domingo de la Calzada, iniciada también por esas fechas. Lógicamente las necesidades eran diferentes. Los monjes aspiraban a una proliferación de altares que permitieran el mayor número de eucaristías por jornada. Merecía la pena el esfuerzo. Además, al norte de los Pirineos, grandes abaciales habían erigido ya cabeceras de similar ambición y tangencia: de ellas conservamos, por ejemplo, el testimonio de Saint- Germer-de-Fly (iniciada en 1132). En todo caso era un modelo eclesial muy exitoso. La planimetría de la iglesia de Veruela es casi idéntica a la de Poblet. También aquella se entiende planteada en torno a 1163. Lógicamente los alzados son diferentes, ya que fueron realizados por diferentes maestros y canteros. Como sabemos, Poblet también es cisterciense, también fue favorecida por Ramón Berenguer IV, también dispuso de grandes recursos... La proximidad de proyectos y cronologías llevó a Lampérez a suponer también una identidad de maestros. Efectivamente, las analogías tanto de diseño como de cronología creo que ilustran una identidad de proyecto, un mismo proyecto realizado en dos lugares diferentes. ¿Surgió éste de la creatividad de un mismo maestro? Es posible. Fitero propondrá, unos años después, una cabecera más evolucionada, una girola con radiales más homogénea e integrada, que va a mostrar los progresos de planimetrías como la de la abacial de Saint Denis en París (1140-1144). Las fechas de consagración de las demás radiales señalan la progresión rítmica de los trabajos; tras la axial, se erigen las dos extremas de la girola, consagradas en 1173. Las obras siguen por el crucero sur, cuya capilla se consagra en 1178. Después se terminan las dos capillas intermedias de la corona radial; su consagración se sitúa en 1182. Da la impresión de que el maestro planificó el trabajo acelerándolo hasta concluir y poder consagrar pronto un oratorio. Una vez que este altar está ya en uso, la progresión de las obras es muy coherente, cuidando la tectónica de lo construido con su distribución alterna. También es sintomático que consagre antes la capilla del crucero sur que el resto de las radiales. Es un claro síntoma de que ya entonces las obras se focalizaban hacia la panda del capítulo. Ahora entran a colación los diseños de capiteles y molduras. El primer modelo de capitel se localiza en derredor de la capilla axial. Ya no aparecerá más. Molduras similares a las de la axial, luego distribuidas puntualmente por otras capillas, aparecen en las cestas de la puerta del Miserere. Quizá se pueda relacionar también con este momento y una cronología temprana, entre 1165-1170. Tradicionalmente es la más antigua de estos edificios. Los primeros diseños decorativos son sustituidos muy pronto por una copa más plana y simplificada, decorada habitualmente con lancetas rellenas o estriadas. Se emplean en las radiales, en una de las mesas de sus altares, en los soportes del deambulatorio, en la embocadura de las capillas del transepto, en las ventanas superiores del presbiterio, en los pilares de embocadura de la capilla mayor, en la puerta de los conversos y en la sala capitular. Siguiendo la lógica constructiva observada, si el muro del presbiterio se ha elevado hasta las ventanas superiores, podemos suponer también que se han cerrado las bóvedas del deambulatorio. Un tipo de capitel parecido se observa también en los tramos más orientales de las naves laterales. Es posible que por aquí se comenzaran ahora a erigir las bóvedas. Toda esa enorme obra la podemos considerar realizada en identidad cronológica. Se sitúa cómodamente entre 1170 y 1185. La obra continuó por las partes bajas de los muros perimetrales de las naves y el resto de estancias del ala del capítulo; quizá también por las demás alas. Este hecho es confirmado por las marcas de cantería. Así, las múltiples coincidencias, superiores al 50%, confirman la unidad constructiva de todas las zonas bajas de la iglesia. Lo mismo sucede en la sala capitular donde prácticamente todas las señales gliptográficas aparecen también en esta fase constructiva del templo (MARTÍNEZ BUENAGA, 1998). Conforme avanzan las obras de la iglesia hacia el Oeste, y se van completando las estancias perimetrales y el dormitorio, aparece un nuevo diseño decorativo con labra más carnosa y trépanos. No hay cesura ni paralización de las obras. Simplemente certifica la llegada de un nuevo maestro o taller. Da la impresión de que el primer esfuerzo se sitúa ahora en la conclusión del hemiciclo del presbiterio con sus columnillas suspendidas y sus bóvedas, probablemente de horno y cañón. Si estamos en lo cierto, su coincidencia con La Oliva (1198), las fecharía cómodamente entre 1185-1200. La cita del “altar de Santa María de Veruela” en una donación de 1208 parece confirmar que entonces ya estaba construido y consagrado. En este momento se concluye la arquería ciega exterior perimetral, la gran mesa del altar mayor, se labra la fachada occidental, se terminan de cubrir las naves laterales y se concluyen las partes altas de los muros y soportes de la nave mayor. Para concluir el oratorio sólo resta la construcción de las bóvedas de transepto y nave central. Se definen mediante arcos cruzados de sección triple. Son arcos que aparecen en edificios tardorrománicos, como Santa María de Sangüesa. No contamos con desmasiadas referencias seguras para su datación; la evolución natural de los trabajos aconseja situarlas en los primeros años del siglo XIII. Quizá una de las claves para poder fechar con seguridad esta parte del templo sería confirmar la fecha del hundimiento de las bóvedas de la capilla mayor. Si es correcta la data de 1215 para tal derrumbe, serviría también para dar por concluidas para entonces las bóvedas del resto del templo; hay que tener en cuenta que las secciones de la reconstrucción son completamente distintas; son ya plenamente góticas. Esta reconstrucción se relacionaría así con la última consagración importante en el devenir del templo. El 15 de noviembre de 1248 una solemne ceremonia certifica el final de la reconstrucción de las bóvedas de la capilla mayor, y pone punto final a un proceso que en lo que a nosotros interesa había finalizado ya durante el primer cuarto del siglo XIII.