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Intramuros del Postigo de la Traición

Identificador
49000_0069
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
41º 29' 36.63'' , Lo, g:5º 44' 41.58''
Idioma
Autor
Jaime Nuño González
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)

 

País
España
Edificio (Relación)

Murallas

Localidad
Zamora
Provincia
Zamora
Comunidad
Castilla y León
País
España
Descripción
"ZAMORA la bien cercada de una parte la cerca del Duero de otra peña tajada de otra la morería una cosa muy preciada”. Con estas palabras describe a la ciudad El Romancero Viejo, dentro del ciclo épico que cuenta el sitio a que fue sometida por las tropas castellanas de Sancho II en el año 1072, aunque los hechos que ahí se relatan tengan un valor más literario que histórico. La ciudad de Zamora se asentó en su más viejo emplazamiento, en un farallón de roca arenisca, de cortadas vertientes, en la confluencia del río Duero con el arroyo de Valderrey o de Valorio. Aunque en el solar más primitivo se han localizado algunos vestigios que se remontan a época visigoda, lo cierto es que los restos constructivos más antiguos que aún se conservan se datan ya en la Edad Media, período en el que la ciudad, desde su núcleo originario en torno a la catedral, va creciendo hacia el este, ocupando toda la plataforma rocosa y rodeándose a lo largo de todo ese período de tres sucesivos recintos amurallados. Son muchos los autores que han dedicado su atención al estudio de estas fortificaciones, entre ellos el propio Gómez-Moreno, Amando Represa, Guadalupe Ramos o M.ª Luisa Bueno, aunque el análisis más detallado y reciente ha venido de la mano de José Avelino Gutiérrez González, expresado en diversas publicaciones y cuyas pautas han seguido otros. La primeras noticias acerca de la repoblación de la Zamora medieval provienen de la Crónica de Ibn Hayyan, quien dice que en el año 893, Alfonso III “se dirigió a la ciudad de Zamora, la despoblada, y la construyó y urbanizó, y la fortificó y pobló con cristianos, y restauró todos sus contornos. Sus constructores eran gente de Toledo, y sus defensas fueron erigidas a costa de un hombre agemí de entre ellos”. Aunque parece verosímil la existencia de ese antiguo recinto, nada de las actuales murallas puede identificarse con él e incluso no puede pensarse que lo que hoy conocemos como primer recinto pueda ser su heredero, ya que parece demasiado extenso para una época tan temprana. En el año 939, después de la batalla de Simancas, Abderramán III conquista la ciudad, aunque por breve tiempo pues inmediatamente pasa de nuevo a manos cristianas, si bien años después sufre un nuevo asedio y conquista por parte de Alaquen II y posteriormente por Almanzor, hasta que con Alfonso V (999-1027) queda definitivamente en manos cristianas. Hacia 1063 Fernando I, dentro de su política reorganizadora del Reino, otorga fueros a la ciudad y probablemente sea en estos momentos cuando se empieza con la renovación y ampliación de las defensas, dando lugar a ese primer recinto, cuya más antigua mención se remonta al 20 de febrero de 1082, cuando Dulcidio Sarracéniz dona al presbítero Rodrigo una heredad junto a la portae obtima zamorensse qui vocitant Olivare s. J. A. Gutiérrez, opina que, al margen de las noticias poco fiables que hacen referencia a las murallas en los episodios del cerco de la ciudad por Sancho II, la verdadera obra de esa antigua fortificación, tal como la conocemos, sería obra de Alfonso VI, por delegación en su yerno Raimundo de Borgoña, aunque sobre ella se han incorporado también numerosas reformas. Este primer recinto abarca una superficie de 25,5 ha y su trazado, desde la Puerta Optima, de Olivares o del Obispo -como hoy se la conoce-, junto a la catedral, pasa ante la Casa del Cid y comienza a descender por las Peñas de Santa Marta, en cuya parte más alta se halla un postigo descubierto hace escasos años. Discurre después ante la iglesia de San Pedro y San Ildefonso -donde hubo otra puerta, de la que se conservan leves restos-, enlazando con San Cipriano -con otra puerta más, también con algunos restos- y dirigiéndose hacia la calle de los Herreros, donde giraba, discurriendo entre esta última calle y la de Balborraz, para dirigirse hacia la iglesia de San Juan de Puerta Nueva, donde se hallaba precisamente esa Puerta Nueva. Desde aquí se dirigía hacia el norte, siguiendo la actual calle Ramón Álvarez, para girar de nuevo hacia el oeste, recorriendo la calle Mesones para llegar a la plaza de la Leña -llamada así por ser el lugar en que se vendía este material-, donde se abre un postigo e inmediatamente después la Puerta de doña Urraca, en un tramo salpicado de cubos semicirculares, que se prolongaban por todo el flanco norte de la ciudad, donde más lienzos se conservan. Hacia la mitad de este sector, donde recientemente se ha construido un aparcamiento subterráneo, se hallaba la Puerta de San Martín, completamente desaparecida, pero cuyos lienzos se pueden seguir prácticamente hasta la Puerta del Mercadillo, adaptándose perfectamente a los escarpes rocosos. Un muro prácticamente liso continúa en adelante, dando lugar, cerca de la iglesia de San Isidoro, al pequeño acceso conocido como Postigo de la Traición, vinculado a la leyenda de la muerte de Sancho II por Bellido Dolfos. El último tramo del muro bordea el espigón delante de Santiago el Viejo y del Barrio de Olivares, envolviendo el castillo -en cuya fábrica está integrado el postigo de Santa Columba- y discurriendo ante la catedral, en los límites del palacio episcopal. La construcción de los muros es bastante compleja, sobre todo porque existen múltiples reconstrucciones y modernas restauraciones, todas ellas detenidamente analizadas por J. A. Gutiérrez. En general la fábrica se hizo a base de mampostería y sillería de arenisca local, empleándose aquélla preferentemente en los sectores del sur, mientras que los sillares son más característicos de los paramentos del norte. Se remató probablemente a base de merlones rectangulares, desaparecidos en buena parte y sustituidos en otros tramos por otros posteriores. Se conserva en una altura en torno a los 8 m y su anchura era muy variable, cerca de los 4 m en torno a la Plaza Mayor o en las inmediaciones de la Puerta de San Martín, y 2,80 m en los alrededores de la Casa del Cid. En cuanto al foso, sólo se ha documentado un pequeño sector en las excavaciones que se hicieron junto a la iglesia de San Juan de Puerta Nueva. En total este primer recinto tuvo once accesos: Puerta del Obispo, Postigo junto a la Casa del Cid, Puerta de San Pedro, Puerta de San Cebrián, Puerta Nueva, Postigo de la Reina, Puerta de doña Urraca, Puerta de San Martín, Puerta del Mercadillo, Postigo de la Traición y Postigo de Santa Columba, este último integrado ya en el castillo. De todos ellos han desaparecido por completo la Puerta Nueva y la de San Martín, aunque otras han sufrido graves mutilaciones. Entre el resto podemos destacar la de doña Urraca, y la del Obispo. La Puerta de doña Urraca, parcialmente reconstruida y conocida también como Puerta de Zambranos, está formada por dos arcos de medio punto -uno de ellos preparado para albergar un rastrillo-, entre los que se dispone una corta bóveda de cañón. Al exterior el cuerpo de la puerta queda flanqueado por dos potentes cubos semicirculares, mientras que al interior la calle se ha tallado parcialmente en la propia roca, suavizando así un recorrido que tuvo que abrirse sobre escarpes naturales. Los remates originales se han perdido y el relieve que se halla sobre el arco se encuentra en tal estado de erosión que ha dado lugar a controvertidas interpretaciones. Junto a ella se ve aún una pequeña y sencilla puerta, cegada ahora pero citada desde 1248 como el Postigo de la Reina; pudo ser también un acceso al palacio de doña Urraca, situado intramuros, un edificio que Guadalupe Ramos considera construido ya en la Baja Edad Media. Similar a la Puerta de doña Urraca debió ser la Puerta del Mercadillo, de la que se llegan a conocer fotografías pero de la que sólo queda su cubo oriental; y tal vez lo fueran también las de San Cebrián y San Pedro, aunque estas dos últimas desaparecieron casi por completo. Mucho más sencillos son los postigos, de variada forma y dimensión pero constituyendo siempre un simple arco abierto en el muro, un tipo que en cierto modo es el que caracteriza también a la Puerta del Obispo, conocida en la Edad Media con los nombres de Puerta Óptima -seguramente por la importancia de la misma, junto al centro político y religioso de la ciudad- o Puerta de Olivares, por la comunicación directa con este arrabal. Su actual estructura es un cubo que debió tener un adarve almenado, aunque las distintas reformas han alterado su forma; aun así esta puerta es el resultado de una renovación llevada a cabo en el año 1230, colocándose entonces una inscripción conmemorativa cuya creciente erosión dificulta la lectura, aunque todavía en 1861, cuando la transcribió Quadrado, se conservaba completa. Se articula en ocho renglones interlineados, con letra gótica, cuyo texto actual podemos completar con la que aportó aquel autor: [ERA : MILLESIMA : DUCENTESIMA : SEXAGESIMA : OCTAVA] [ALFONSUS : REX : LEGIONIS : CEPIT : CACERES : ET : MONTANCHES : ET] [MERITAM ET BA]DAIOZ : ET : VICIT : A[BENFUIT] [RE]GEM : MAUROR(um) : Q(u)I : TENEBAT : XX : MÌLIA] EQUITVM : ET : LX : MILIA : PEDITVM : ET : ZAM[OREN] SES : FUERUNT : UICTORES : IN : PRIMA : ACI[E : ET] EO : ANNO : IPSE : REX : VIII : K(a)L(endas) : OCTOB(r)IS : OBII[T : ET XLII] ANNIS : REGNAVIT : ET : EO : ANNO : FACTVM : FVIT : HOC : POR[TALE]. Cuya traducción es: “En la era milésima ducentésima sexagésima octava (año 1230), Alfonso, rey de León, tomó Cáceres y Montánchez y Mérida y Badajoz, y venció a Aben Hut, rey de los moros, que tenía veinte mil caballeros y sesenta mil peones, y los zamoranos fueron vencedores en primera línea. Y este año murió el mismo rey, el día octavo de las calendas de octubre (24 de septiembre). Y reinó 42 años. Y este año se hizo esta puerta”. Este dato confirma la constante renovación de los recintos defensivos de las villas medievales, cuyas destrucciones, bien por causas naturales, bien por campañas militares, estaban a la orden del día, de modo que los restos que han llegado hasta nosotros son un verdadero rompecabezas, muchas veces difícil de interpretar y de fechar. José Avelino Gutiérrez se inclina por considerar a todas las puertas y portillos más o menos de la primera mitad del XIII, considerando que el lienzo que más visos tiene de ser original es el de mampuesto que se halla en torno a la Casa del Cid, cuyo postigo, a nuestro entender perfectamente integrado en el muro, se puede remontar también a esos momentos fundacionales de tiempos de Fernando I y Alfonso VI. De todos modos este recinto, trazado en la segunda mitad del siglo XI y renovado intensamente y de forma constante a lo largo de los siglos siguientes, debió quedarse rápidamente pequeño pues pronto empiezan a surgir arrabales extramuros. Es muy posible que esta obra dejara extramuros, incluso ya en el mismo momento de su construcción, alguna zona poblada, como podían ser los entornos de Santiago el Viejo o Santo Tomé -iglesias cuya fábrica se remonta también a fines del siglo XI- o el propio barrio de Olivares. No obstante la cita del año 1082, a que antes hemos hecho alusión, donde a la Puerta del Obispo se le llama “de Olivares”, no indica necesariamente que fuera una zona poblada, pues bien podía ser precisamente eso, una vega dedicada al cultivo del olivo. El rápido crecimiento de la ciudad dio lugar a nuevos barrios extramuros, constituyendo primero espacios abiertos, con numerosos campos de cultivo entre las distintas colaciones, para, hacia fines del siglo XII, conformar un abigarrado núcleo que se iba extendiendo hacia el extremo oriental de la plataforma rocosa sobre la que se asentaba la ciudad, un ensanche sumido en una fiebre constructiva y que es conocido genéricamente como El Burgo. Hay muchas dudas acerca del momento en que se todos estos barrios quedaron encerrados dentro de una nueva muralla, la que constituye el Segundo Recinto, aunque se ha considerado que debe coincidir con el período en que los reinos de Castilla y de León están separados y además enfrentados, unas circunstancias a las que los reyes leoneses Fernando II (1157-1188) y Alfonso IX (1188-1230) responden con la fortificación y nueva repoblación de muchas de sus villas importantes, como To ro, Villalpando o Castrotorafe, sospechándose también que en Zamora se llevarían a cabo iniciativas similares. Según A. Represa la expansión de El Burgo coincidiría con su amurallamiento y a favor de tal idea esgrime la noticia datada en 1138 en la que se menciona el monasterio de San Torcuato, situado inter ambos muros, aunque Fernández Duro sostenía que en 1139 ese monasterio quedaba extramuros. Alude igualmente Represa a otra referencia de 1164, en la que el arcediano Juan dona al monasterio de San Martín de Castañeda una corte, situada en la colación de San Miguel del Burgo, cuya salida se hallaba in illa corredoira qui pergit ad portam sancti Michaelis, una puerta que identifica con la que después se llamará de Santa Clara, pero que J. A. Gutiérrez entiende que puede referirse también a la puerta del propio monasterio de San Miguel. Cuando ya en 1299 se habla de “la puerta del castiello de sant Andrés”, junto a la parroquia de este nombre, nadie discute que se están refiriendo a la nueva muralla. Un recorrido por lo poco que queda de este Segundo Recinto podemos comenzarlo desde la misma Puerta de doña Urraca, que ya quedará incluida, por muy pocos metros, dentro de la nueva muralla. Siguiendo en dirección norte bajaba por la costanilla de San Bartolomé, donde se conserva un pequeño lienzo, ya renovado en tiempos antiguos y que enlazaba con la desaparecida Puerta de la Feria. Seguía por la ronda de la Feria -donde ha desaparecido por completo-, para quebrar hacia el este, con un lienzo aún conservado, hasta enlazar con la calle de Santa Ana, donde se hallaba la puerta de este nombre, aún en pie cuando Gómez-Moreno redactó su Catálogo Monumental de la provincia de Zamora. Entre la Puerta de Santa Ana y la de San Torcuato, situada al cabo de esta calle, se conserva también otro pequeño tramo de sillería, y más adelante, al comienzo de la calle de Alfonso IX, encontramos algunos metros más, dentro del escaparate de un moderno edificio. Hasta el siglo XX se conservó a lo largo de toda esta calle un buen tramo, uno de los más completos de todo el recinto, salpicado de cubos semicirculares o semicirculares prolongados, pero de él sólo nos han quedado algunas fotografías y la descripción que hizo Gómez-Moreno, quien veía aquí similitudes con las murallas de Ávila; antes que el muro, en 1883 y 1888, se demolió también la Puerta de Santa Clara -”a despecho de las Academias”, según apostilla el mismo autor-, sin duda la más importante de la ciudad bajomedieval. Siguiendo ya en dirección sur, en el encuentro de la calle de San Pablo con la avenida de Portugal se hallaba la Puerta de San Pablo, a cuyo costado sur aún se conserva un lienzo que remata en un cubo rectangular, en el inicio de la ronda del Degolladero, donde el muro gira bruscamente hacia el oeste, siguiendo un trazado quebrado a través de esta calle, encaramándose de nuevo sobre la roca. Aquí la muralla está muy rehecha en distintos momentos, con aparejos de la más diversa factura, precedida actualmente por un espacio ajardinado donde se puede ver el encuentro con el tercer recinto. Desde este punto, siguiendo una trayectoria hacia el oeste, aún se conservan algunos pequeños retales, entre ellos, en la confluencia de la Cuesta del Caño y de la calle Monforte, restos de la que debió ser aquella “Puerta del castillo de San Andrés” de que habla el documento de 1299 y que aparece en el dibujo de la ciudad que en el siglo XVI hiciera Anton Van den Wyngaerde. Finalmente atravesaba la calle Balborraz buscando el encuentro con el Primer Recinto en la parte baja de la calle de los Herreros. En total este Segundo Recinto, según J. Avelino Gutiérrez, tenía 1.970 m de trazado, encerrando una extensión en torno a las 32 ha, con una altura máxima conservada de 6 m y una anchura en torno a los 3 m, contando con unos lienzos de sillería y otros de mampostería. A lo largo de sus muros se abrían siete puertas: la de la Feria o de San Bartolomé, de Santa Ana, San Torcuato, Santa Clara -llamada antaño San Miguel del Burgo-, San Pablo, San Andrés y de Balborraz. Generalmente su estructura era similar a algunas de las del Primer Recinto -como la del Mercadillo o la de doña Urraca-, enmarcadas por cubos semicirculares de flanqueo, aunque en el dibujo de Van den Wyngaerde se ve la de San Andrés compuesta por un torreón. Su desaparición comenzó ya en 1555, cuando se manda derribar el Arco de Balborraz debido a su estado ruinoso y no mucho después debió ocurrir lo mismo con la de San Andrés; hacia 1732 desaparece la de San Bartolomé y el cubo que en 1872 quedaba de la de San Torcuato es demolido poco después; en 1883, en medio de una fuerte polémica, se desmantela la de Santa Clara y en 1897 la de San Pablo; finalmente, de la de Santa Ana, aún visible en los planos municipales de 1892-1905, hoy sólo quedan algunos restos. Paralelamente al crecimiento de El Burgo van surgiendo otras pueblas en distintas direcciones: La Vega, Sancti Spiritus, Las Eras, Olivares, San Frontis, Cabañales o la Puebla del Valle. De todas esta última será la más importante, asentada entre la margen derecha del río y las peñas y donde ya en 1126 se hallaba el monasterio de Santo Tomé, al que después se sumarán las parroquias de San Julián del Mercado (fundada en 1167), Santa Lucía, San Leonardo y Santa María de la Horta. Hacia 1325, durante el tumultuoso reinado de Alfonso XI, de nuevo se produce una renovación de fortificaciones en muchas ciudades, entre ellas las de Toro y Zamora, donde según cuenta la Crónica de Alfonso Onceno “se comenzaron luego a labrar et a enderezar los muros e a fazer otras labores nuevas con que se fortalescieron más de lo que estaban”, una noticia que se ha interpretado en relación con la construcción del Tercer Recinto, el que encierra a la Puebla del Valle, obras que lógicamente irían acompañadas también de nuevas intervenciones en las viejas fortificaciones. El tercer recinto abarca una extensión aproximada de 13 ha, con unos muros de sillarejo que se elevan hasta los 6 m de altura y con un espesor en torno a los 3,30 m. Se unía al Primer Recinto en las Peñas de Santa Marta, a oriente de la iglesia de San Pedro y San Ildefonso y recorría la orilla del río -cuyo trazado ha desaparecido por completo- hasta encontrarse con la ronda del Degolladero, donde hoy nos encontramos sus restos; por esta calle ascendía, en dirección norte, hasta encontrarse con el Segundo Recinto. De las cinco puertas que tuvo -la del Pescado, la del Puente, la de las Ollas, la del Tajamar y la Puerta Nueva, sólo ha sobrevivido un flanco de esta última, en la calle que lleva su nombre, ante la ronda del Degolladero. No lejos de ella, entre la menuda mampostería de los merlones, se aprecia la parte superior de un capitel, cuya traza nos induce a pensar en la posibilidad de que se trate de una pieza románica, tallada en las cuatro caras. Formando parte de las defensas de la ciudad se halla también el castillo, ubicado en el extremo occidental, sobre las peñas que dominan el barrio de Olivares y la iglesia de Santiago el Viejo. Presenta planta romboidal, con tres recintos, más foso en el lado que mira a la ciudad, presentando en el recinto interior, el más sólido y regular, torres pentagonales en cada uno de los extremos del eje mayor, y otra torre heptagonal en lienzo oriental. El segundo recinto, la Barbacana, es más irregular, sin torres y en los lados norte y oeste se corresponde con el Primer Recinto de la muralla de la ciudad, donde se encuentra la Puerta de Santa Columba, citada documentalmente en 1168 y compuesta por un arco apuntado, de cronología más tardía, con impostas de nacela, hoy tabicado. Por el lado de la ciudad precede al foso, abierto en la roca, con la puerta principal, salvada mediante un puente. El tercer recinto, al otro lado del foso, era un revellín estrellado, de época moderna, del que apenas quedan algunos restos. No cabe duda que el origen de esta fortaleza debe vincularse con la repoblación más antigua de la ciudad, aunque las reformas son una constante a lo largo de su historia, especialmente las acometidas entre los siglos XVI y XVIII, que dotaron al castillo de la estampa que hoy podemos contemplar, sobreviviendo de época plenomedieval y sobre todo de la bajomedieval la puerta principal y algún lienzo, como el oriental de la barbacana, donde se aprecia una antigua puerta con arco apuntado. Su vinculación al período románico viene confirmada también por un fragmento de jamba -depositado en el Museo de Zamora-, decorado a base de boceles y mediascañas en disposición de zig zag vertical, de formato idéntico a las que decoran alguno de los arcos interiores de la iglesia de Santa María del Azogue, en Benavente, aunque el motivo que se puede encontrar igualmente en tierras leonesas y asturianas. En resumen, puede decirse que el conjunto de defensas de la ciudad -al margen de posibles amurallamientos llevados a cabo a fines del siglo IX o durante el siglo X-, tal como lo conocemos hoy, se van conformando desde la segunda mitad del XI, con sucesivas ampliaciones a lo largo de la Edad Media, con interminables renovaciones de estructuras y paramentos a lo largo de ese período y durante toda la Edad Moderna, para llegar a los siglos XIX y XX, cuando sucumben bajo la piqueta muchas de las defensas. Que el Primer Recinto fue levantado en tiempos de Fernando I y de Alfonso VI no parece ponerlo en duda ningún autor, aunque la mayor parte de sus puertas serían rehechas en la primera mitad del siglo XIII. Dentro de sus muros se hallaban los centros del poder, el castillo y la catedral, con las gentes vinculadas a estos oficios, en medio de una gran densidad de población ya a comienzos del siglo XII, según atestiguan diversos documentos; aquí estaban igualmente las colaciones de Santa Colomba, San Isidoro, San Martín el Antiguo, San Marcos, San Miguel de Mercadillo, San Pedro, otro San Martín, Santa María Magdalena, Santa María la Nueva, San Cebrián, San Juan de Puerta Nueva y San Simón. Un eje longitudinal, el Carral Mayor, discurría de oeste a este y se conoce la existencia de pobladores de origen astur-leonés, mozárabe y numerosos francos, siendo el lugar de residencia de la élite local durante toda la Edad Media y, al menos durante los últimos siglos de este período, el lugar donde se hallaba la aljama judía, con su sinagoga, en el entorno de las colaciones de San Cebrián y San Simón. Más problemática resulta la fecha de construcción del Segundo Recinto, por la sutil lectura de las fuentes históricas y por la desaparición de buena parte de su recorrido. Para Represa y la mayor parte de los autores, se construiría seguramente en la primera mitad del siglo XII, pero J. A. Gutiérrez pone en duda la interpretación de las fuentes que sostienen tal teoría, quedándose con la fecha de 1299 como la de la primera mención segura; no obstante cabe destacar el enorme parentesco que parece que tuvieron sus puertas y cubos con los que se reconstruyeron en el Primer Recinto a comienzos del XIII, por lo que en consecuencia cabría llevar a esos mismos años toda la obra del Segundo Recinto. Esta ampliación de la muralla encierra ahora al burgo comercial, organizado urbanísticamente en torno a cuatro largas calles, cuatro ejes radiales que llegaban a otras tantas puertas: Santa Ana, San To rcuato, Santa Clara y San Andrés-San Pablo. Dentro estaban las colaciones de San Bartolomé, San Sebastián, San Antolín, San Esteban, San Torcaz, San Vicente, Santiago del Burgo, Santo Tomás de Canterbury, San Miguel del Burgo, San Salvador de la Vid, San Polo, San Andrés y Santa Eulalia del Burgo. También en esta ampliación se conoce la presencia de la comunidad hebraica, cuya “judería nueva” se hallaba en el extremo norte, en la zona conocida como Puebla de la Lana. Finalmente la última ampliación se lleva a cabo en la primera mitad del siglo XIV, encerrando el populoso sector de la ciudad en torno al río, donde vivían los artesanos, cuyas diferentes actividades han quedado rememoradas en la denominación de las calles. Aquí estaba la “judería vieja” y se hallaban las colaciones de Santa Lucía, San Julián del Mercado, San Leonardo, Santa María de la Horta y Santo Tomé, siendo el eje principal el formado por las calles Puerta Nueva y Zapatería, que en paralelo al río ponían en comunicación esa puerta de la muralla con la plaza de Santa Lucía. Pero la Zamora medieval no fue sólo la de intramuros. Si los diversos nombres con que aparecen algunas iglesias o colaciones en la documentación -por ejemplo San Martín, San Martín el Viejo, San Martín de los Caballeros, San Martín el Pequeñino, San Martín Eremus- a veces hacen complicada la labor de identificación, de lo que no cabe duda es que la ciudad contó con un nutrido grupo de iglesias, casi todas surgidas durante el período románico y que no sólo se hallaban dentro de los distintos recintos amurallados, sino distribuidas en una serie de pequeñas pueblas del entorno, a modo de aldeas satélite. Es el caso de los templos del Santo Sepulcro (conocido en 1167), San Frontis, Santiago el Viejo, de los Caballeros o de las Eras (de comienzos del XII), el Espíritu Santo, Santa María de la Vega (citada en 1150), Santa Olaya de la Vega, Santa Susana de Campluma, Santo Domingo del Vayo, Santa María del Camino o San Claudio de Olivares, que desde sus orígenes y a lo largo de casi toda su historia fueron parroquias básicamente de artesanos y de labradores.