Identificador
19291_07_009n
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
40º 42' 0.66'' , -2º 33' 29.81''
Idioma
Autor
José Miguel Merino de Cáceres,Andrea Pereira Pinto
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)
País
España
Edificio (Relación)
Localidad
Trillo
Municipio
Trillo
Provincia
Guadalajara
Comunidad
Castilla-La Mancha
País
España
Descripción
LOS ORÍGENES DE ESTE CENOBIO se remontan al último cuarto del siglo XII. Para Fray Ángel Manrique la fecha de fundación tuvo lugar en 1175, aunque no fue hasta el 12 de agosto de 1181 cuando el rey Alfonso VIII junto a su esposa doña Leonor Plantagenet convinieron con el obispo de Sigüenza, don Aderico, el cambio de territorios para que el rey edificase un monasterio cisterciense. El monarca había reconquistado la plaza de Cuenca en 1177 y en su expansión hacia tierras musulmanas debía cerciorarse de que la repoblación se llevaría a cabo, para ello facilitó el asentamiento de la nueva orden monacal, la cual atrajo gran cantidad de repobladores venidos del Norte, ilusionados por las nuevas oportunidades de la tierra recuperada En el documento consta que Alfonso VIII recibió la casa de Murel con todos sus términos y sus pertenencias, a saber: Morillejo, Alcamaraz, Azañon y la heredad de Sotodosos, a excepción de la iglesia de Santa María Magdalena de Berralcalde de Medina y las demás que pertenezcan a Murel y a la referida Iglesia de Santa María, para edificar una abadía en el supradicho emplazamiento de Murel o en otra de sus pertenencias bajo el espicopado seguntino, con sus entradas y salidas con sus tierras y sus viñas, cultivadas y sin cultivar, riachuelos y demás aguas, con pesquerías y aceñas, con molinos y sus caminos para mí y toda mi sucesión por juro de heredad y para tenerla y poseerla, libre y pacíficamente.... Por bula dada en Verona el 3 de diciembre de 1182 el Papa Lucio III, también de origen cisterciense, acogió al monasterio de Santa María de Murel respondiendo así a los monjes blancos que se lo habían pedido, con su abad Pedro a la cabeza. A su vez concedió al monasterio la facultad de ser colegio o noviciado. No sabemos exactamente de donde procedía el abad Pedro pero suponemos que vendría del monasterio de Bolbona, en la diócesis de Tolosa. Pero muy pronto cambió de emplazamiento esta fundación cisterciense y de esta primitiva sede se trasladaron, ya en 1186, al lugar de Óvila, donde el rey les estaba construyendo la verdadera abadía. No hay datos concluyentes para creer que en el emplazamiento anterior se construyese nada que no fuese provisional. Este planteamiento no significa que el monasterio estuviera acabado sino que las dependencias básicas estaban acondicionadas para la vida monacal. Es en este momento del cambio de emplazamiento cuando Alfonso VIII realizó abundantes donaciones y otorgó varios privilegios al nuevo cenobio. En 1186 concedió a los monjes el derecho para utilizar bosques, aguas y crear una dehesa, señalando los mojones de ésta. En estos años no tardaron en surgir roces entre el monasterio y el obispo de Sigüenza, del que el cenobio era dependiente. Era obispo de Sigüenza Martín de Hinojosa, antiguo abad del monasterio de Santa María de Huerta, y pretendía éste que el monasterio pagara los censos con que estaban grabadas Santa María de Venecalde, así como una heredad de Huetos, exigiéndoles también el pago de los diezmos. Alegaban los monjes que al ceder el cabildo las propiedades a Óvila, en el cambio con el rey, se entendía también que quedaban éstos exentos de pagar los derechos que se tuvieran sobre ellas, a lo que el prelado segontino contestaba que había cedido los territorios mas no las cargas que estas propiedades llevasen consigo. El rey hubo de mediar en estos pleitos que finalizaron con un acta de concordia, firmada en Sigüenza el 18 de agosto de 1191, por la cual el cabildo renunciaba a todos los censos y diezmos de las propiedades presentes y futuras del monasterio en la diócesis a cambio de los cuatro áureos que debían pagar los monjes cada año. A las donaciones y privilegios otorgados por la realeza se sumaron los beneficios dados por diferentes nobles que tomaron a esta casa bajo su protección. Es el caso de don Gil, que en junio de 1205 donó las heredades que tenía en Cennia y Torriziela, a orillas del Henares. La dotación del monasterio continuó tras la muerte del rey Alfonso VIII, y en 1218 Fernando III ratificó los privilegios concedidos por aquél. El mismo monarca donó a la comunidad cincuenta eras de las salinas de Medinaceli para el consumo propio de los monjes aunque sin derecho a comerciar con ellas. Hasta el siglo XV el monasterio se mantuvo con no pocas donaciones, pero las continuas turbulencias de este siglo hicieron que muchos pueblos anejos a Óvila quedasen despoblados, lo que provocó un abandono de las tierras y una disminución de las rentas. Aunque el problema se logró enmendar, en parte gracias a algunos pactos con los vecinos, la situación no mejoró mucho y el declive de la comunidad se hizo cada vez más patente. No disponemos de mucha información de los siglos posteriores, pues en el siglo XVII se incendió el archivo del monasterio. En cualquier caso, parece que no acontecieron sucesos importantes hasta la centuria siguiente. En 1835, cuando sólo quedaban entre sus muros el abad, cuatro monjes y el lego Clemente, el decreto desamortizador de Mendizábal supuso el colapso definitivo de Óvila y su paso al Estado. Tras la Desamortización, el cenobio quedó abandonado y parte de las joyas artísticas que guardaba en su interior se trasladaron a las parroquias de los pueblos cercanos, como Rugilla, Carrascosa o Sotoca. Las obras literarias de la biblioteca o los documentos relativos a su historia fueron a parar a otras manos, como su Cartulario y Abadologio que en la actualidad se encuentran en la Universidad de Oviedo y en el monasterio de Osera (Orense). El declive máximo llegó con su venta en 1931 a Fernando Beloso Ruiz, por la cantidad de 3.130 pesetas. Este personaje se lo malvendió a su vez al multimillonario americano William Randolph Hearst que pretendía trasladarlo a su rancho de San Simeón, en la costa oeste de Estados Unidos. Uno a uno salieron los sillares de la sala capitular, así como cubierta de la galería norte del claustro, el dormitorio de novicios, la iglesia y el refectorio. Debido a las grandes bancarrotas que el magnate sufrió, el monasterio no pudo ser reinstalado en su mansión de Mountolive, en las colinas de San Simeón en California, y vagaron durante años por diversos lugares, como el puerto de Cádiz o el Golden Gate Park de San Francisco donde estuvieron abandonadas. En la actualidad la comunidad de monjes cistercienses está llevando a cabo la labor de reconstrucción de lo que queda de la sala capitular en la abadía New Clairvaux, en Vina (California). Las vicisitudes relativas a su venta y traslado han sido ampliamente estudiadas y documentadas por José Miguel Merino de Cáceres. El esquema arquitectónico de Santa María de Óvila es, en esencia, semejante al reproducido en Buenafuente del Sistal, otro ejemplo próximo de monasterio cisterciense. Según Layna Serrano el claustro se encontraba situado al sur de la iglesia, como es habitual. Esta última debió de tener en su traza primigenia un cuerpo de tres naves, con crucero saliente de notables dimensiones y cinco capillas coronando su cabecera: una central, de mayores dimensiones, orientada al exterior, y planteada como un hemiciclo, junto a la cual se disponían simétrica y escalonadamente las capillas laterales, rematadas en testero recto, y de dimensiones más reducidas. La hipótesis certera de estas primitivas trazas vienen corroboradas por el testimonio de un viajero anónimo del siglo XVI que la describía así: Suntuosísima, de tres naves y cinco capillas, mucho más suntuosas que agora es. Merino de Cáceres atisba la posibilidad de un diseño tradicional de la cubierta principal, que abarcaría tanto a la nave central y el crucero, como a la totalidad de la cabecera, con bóveda de cañón apuntada, sustentada sobre arcos fajones. En las naves laterales, en lugar de utilizar la habitual bóveda de arista que solía cubrir las colaterales en las más tempranas iglesias cistercienses, nos toparíamos con una interesante y novedosa bóveda de crucería. Dicha disposición inicial tendría su origen a finales del siglo XII e inicios del siglo XIII; según Layna se trataría de una primitiva iglesia románico-ojival, construida en tiempos de Enrique I, hijo del fundador. La fecha señalada de la fundación resulta coincidir con la opinión generalizada que existía en la comarca, como atestiguaban ya en el siglo XVI, de manera imprecisa, las autoridades de la vecina Sotoca de Tajo: que tenemos noticia de haber oído á nuestros antepasados fue ganado por el Rey d.n Alonso, y tenemos que él fue el fundador porque fundó un Monesterio de Fraysles Bernardos, questá media legua de este lugar
y por estas razones, y por oirlo á nuestros antepasados, y no sabemos quándo se fundó, creemos es antiguo. La traza original se vería posteriormente transformada, entrado ya el siglo XVI. Fray Ángel Manrique apunta en sus Anales Cistercienses: El edificio comenzado, pero no acabado, con posesiones vendidas o disminuidas, permanece hasta hoy y ninguno de los aumentos y mejoras pudo ser hecho para responder a los principios con que comenzó a construirle. A este mismo fundamento apela Layna para exponer que, después del desbarajuste administrativo del siglo XV y la subsiguiente venta a bajo precio de propiedades y otros bienes hechas por abades que tan sólo de su provecho se preocupaban, acometiéronse grandes obras y debió ser entonces cuando la iglesia románico-ojival fue demolida, construyéndose la que ha subsistido hasta principios de 1931, y de la que sólo quedan las paredes de mampostería. Durante el desarrollo de dichas obras, grandes y prolongados litigios se desencadenaron con los pueblos circundantes por la posesión de las fincas cuya titularidad pertenecía al monasterio, como así demuestran las numerosas fuentes documentales conservadas. Las obras de reforma debieron de quedar finalizadas, culminándose la traza actual, a fines del siglo XVI. De la iglesia anteriormente descrita, las tres naves precedentes quedaron reducidas a una sola, dispuesta en cruz latina, con un crucero caracterizado por sus cortos brazos, más reducido que el anterior. El conjunto se remató con un ábside poligonal, poco profundo, conservando dos capillas cuadradas en comunicación con el crucero. Las originales capillas absidales, de planta cuadrada, se transformaron en altura en una estructura octogonal, gracias a unas trompas o pechinas colocadas en los ángulos, semejantes a conchas, para albergar la bóveda de crucería estrellada. A sus pies se situó sobre un arco rebajado un coro alto, cubierto con bóveda de crucería casi plana. El coro se encontraba inscrito en uno de los tres tramos en que se articulaba la nave mayor, dividida por medias columnas adosadas, de fuste liso y capitel moldurado. A través de este último tramo de la iglesia se accedería al templo por su nueva portada principal, de traza sencilla y austera. Constaba de dos cuerpos, un cuerpo inferior definido por un arco de medio punto sencillamente moldurado, flanqueado por columnas corintias de alto basamento, y un cuerpo superior, compuesto por un frontón triangular, con hornacina flanqueada por columnas y rematada con una venera que albergó la imagen de San Bernardo. Prologándose por el brazo occidental del crucero, y a través de un pequeño zaguán de acceso, rematado con una puerta de medio punto, con dovelas y jambas sin moldurar, nos encontramos con la sacristía. Estancia de estructura cuadrangular, articulada interiormente con dos pilastras adosadas a la pared, que la dividía en tres sectores, mediante arcos ciegos laterales y arcos fajones superiores para reforzar la bóveda de medio cañón, Layna la definió como una pieza cuadrilátera de buenas proporciones, de gusto clásico y buena iluminación, gracias al amplio ventanal del fondo. La vieja sacristía también se vio notablemente afectada por las reformas del siglo XVI, en el transcurso de las cuales quedaría aislada del resto del complejo, produciéndose no sólo una notable transformación de su fisonomía sino también de su función, ya que se convirtió en biblioteca. En el espacio contiguo se situaba la escalera de acceso a la planta superior. Dicha escalera venía configurada por una suave rampa, que deambulaba en torno al zaguán, cubierta por bóveda de crucería. Su objetivo era facilitar el acceso al dormitorio de novicios de la planta superior, el claustro alto y el campanario. En la planta superior, subiendo por las escaleras de la sacristía se encontraba una amplia estancia destinada a dormitorio de novicios. Ocupaba la mayor parte de la planta una gran nave cuya techumbre estaba sostenida por cuatro arcos apuntados desprovistos de ornamentación y apoyados en fuertes muros. La cubierta de madera del gran dormitorio se encontraba horadada por cinco grandes ventanas a saliente y otras cinco que daban al claustro, que garantizaban su adecuada iluminación. En las fases finales de la ocupación monástica, habida cuenta de la precariedad de novicios disponibles, la gran sala cambió su función, pasando a ser biblioteca. Al Oeste se hallaban las habitaciones del abad, conformando una de las principales modificaciones que se produjeron tras la reforma de finales del siglo XVI. Era una dependencia que contaba con doble acceso. De la antigua morada abadenga sólo quedan los muros exteriores y reducidos restos decorativos de las yeserías renacentistas con algún hueco sin guarnición de piedra. El testimonio aportado por el Inventario, permitió a Layna asegurar que su distribución interna se componía de antesala, salón, celda y oratorio, reconociendo que en la situación de deterioro en que entonces se encontraba era absolutamente imposible discernir sobre su distribución. Junto al zaguán que da acceso a la sacristía, en la planta inferior, a la que se accede por una puerta de medio punto, existe una estancia cuadrangular con bóveda apuntada de sillares que Layna propone que pudiera tratarse de la sacristía de la iglesia románica primitiva, dado su tamaño, iluminación y aislamiento respecto a las restantes estancias con las que no se comunica. Posteriormente sería utilizada como cárcel o eventual archivo. A continuación se encontraba una de las dependencias más relevantes del complejo monacal, la gran Sala Capitular. Según Layna Serrano fue comenzada en tiempos de Alfonso VIII y consta que se terminó en el reinado de su hijo Enrique, lo mismo que el refectorio y bodega, correspondiendo, por tanto, a finales del siglo XII y comienzos del siguiente. El edificio dispondría de un cuerpo central rectangular, dividido en seis tramos y jalonado en sus muros laterales por una estructura escalonada, en graderío de piedra, que permitiría a los monjes una cómoda disposición para celebrar Capítulo. Amplia dependencia que disfrutaría de una salida al claustro a través de tres grandes arcos apuntados. Cada uno de estos arcos estaba a su vez compuesto por dos arquitos unidos en el centro sobre otra columnilla parecida que oficiaba de parteluz, dejando sobre ellos un tímpano adornado por dentellado y moldurado rosetón. En el interior la estancia se dividía en seis tramos cubiertos por bóvedas de crucería cuyos nervios y arcos apoyaban en ménsulas adosadas a los muros y dos columnas centrales rematadas en capiteles de temática vegetal. A continuación de la sala capitular, y atravesando un arco de medio punto, se apreciaba el arranque de la primitiva escalera, que conducía al dormitorio de novicios y al campanario, en principio, y con posterioridad también a las habitaciones del abad. Layna Serrano planteaba la hipótesis de que allí se hubiera instalado tras la reforma la celda del padre cillerero y del criado, respaldando dicha suposición en la información aportada por el inventario hecho en 1835, que obraba en su poder, y que publicó íntegro como Apéndice de su monografía. Según este documento el muro que da a la huerta conventual presenta las perforaciones de una puertecilla de medio punto, una ventana apuntada y un óculo con dentellones, que el autor entendió como correspondientes a dos habitaciones abovedadas que aún perduran y que consideró destinados a dicha función. Merino de Cáceres lo ha denominado locutorio. Se cerraba este ala norte con las dependencias que Ruiz Montejo ha denominado auditorio del Prior y Sala de Monjes. En el ala meridional del claustro se situaban el refectorio, el calefactorio y la cocina. Al primero se accedía por un arco de medio punto apoyado en columnillas rematadas con un sencillo capitel decorado con volutas y hojas de acanto. Dicha estancia constituía un espacio relativamente aislado en el centro de la panda sur del claustro, levantado con un grueso aparejo de piedra de sillería que conforma gruesos muros en cuyo espesor se ubicaba el acceso al púlpito del lector. Layna Serrano estimaba que junto a la sala capitular y la bodega, el refectorio era lo más venerable del viejo cenobio, lo más interesante para el soñador o el artista, y desde luego lo mejor conservado. Era una nave de unos siete metros de altura, por dieciséis de longitud y algo más de seis de anchura. Dos gruesos arcos torales, que descansaban sobre un sistema de repisas laterales decoradas esquemáticamente con hojas y situadas a mitad de altura de los muros, la dividían en tres sectores o pandas. Los arcos cruceros, formados por gruesos baquetones, tenían también en dichas repisas su punto de partida. Una pequeña puerta abierta a la derecha, en el primer tramo, comunicaba con la antecocina. A través de ésta se accedía a un habitáculo situado junto al calefactorio que albergaría una pequeña escalera de subida a lo que en principio constituían una serie de edificaciones de pobre factura. Junto a esta sala, al lado opuesto al refectorio, encontramos la cocina, la despensa y el hogar. Endebles estructuras de las cuales en 1931 apenas se reconocían algunos derrumbados paredones. A continuación debió de estar situada la hospedería, de la cual no se ha conservado nada. Por último, en el ala occidental encontramos la bodega, que actualmente se conserva milagrosamente en su emplazamiento original, aunque en un determinado momento llegó a formar parte también de los recintos que eventualmente iban a ser desmantelados. Se trata de una estancia rectangular cubierta con bóveda de cañón apuntado. Es una sobria edificación que Layna Serrano situaba entre las integrantes de la traza original del monasterio. En la planta baja se hallaba el cocedero o lagar, en una nave de unos veinte metros de larga por unos siete de ancha, cubierta por bóveda apuntada, también de sillería, dispuesta en un bloque uniforme, exenta de arcos y nervaduras. En el muro de poniente, todavía en la actualidad se pueden observar las improntas de los antiguos arcos ciegos, erigidos sin duda para garantizar el frágil equilibrio de esta bóveda. En la planta superior se debió de localizar el llamado convento de los legos o celdas de los profesos, cubierto en principio con techumbre de madera sobre arcos diafragma, que tendría comunicación directa al templo y al claustro por sendas escaleras. La disposición de estas dependencias ha llevado a vislumbrar la hipotética existencia del callejón de los conversos. Por último, el claustro era el principal elemento articulador del conjunto monacal, alrededor del cual se agrupaban y organizaban el conjunto de las dependencias que lo integraban. El actual, que perdura tras la demolición aunque sin las hiladas superiores de sillares, corresponde en principio a la traza ejecutada desde fines del siglo XVI hasta, presumiblemente 1617, según atestigua la fecha recogida por uno de los escudos situados en el lado norte de la galería alta. Del proyecto global tan sólo se llegaron a concluir los dos pisos de las galerías norte y este, así como una panda del lado de las bodegas y otra en el lado del refectorio. La estética del conjunto es sobria, característica del modelo herreriano, articulado en dos niveles con arcos de medio punto, sobre cuatro pilastras que soportan una austera moldura corrida y una reducida cornisa.