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Detalle de una escena de pintura mural, que muestra la lucha entre dos peones

Identificador
40170_02_111
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
41º 3' 4.41" , -3º 56' 25.12"
Idioma
Autor
José Manuel Rodríguez Montañés
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)

 

País
España
Edificio (Relación)

Iglesia de San Vicente

Localidad
Pelayos del Arroyo
Municipio
Pelayos del Arroyo
Provincia
Segovia
Comunidad
Castilla y León
País
España
Descripción
EL TEMPLO SE EMPLAZA en el extremo oriental y a cierta distancia del núcleo del caserío, exento de edificaciones, constituyendo, pese a su modestia, uno de los más hermosos y completos ejemplares del tardorrománico de la cuenca del Pirón, tanto por su buen estado de conservación como por la riqueza ornamental que encierra. Se trata de un sencillo edificio de planta basilical, con nave única coronada por cabecera compuesta de tramo recto y ábside semicircular, con la portada abierta en un antecuerpo de la fachada meridional. El conjunto se levantó en mampostería, reforzada por buena sillería careada a hacha en el banco corrido sobre el que se alza la cabecera, en los esquinales, encintado de vanos, aleros y la precitada portada. La nave se cubre hoy con una moderna parhilera, aunque tanto el grosor de sus muros como la ausencia de refuerzos indican que el primitivo cierre debió ser del mismo tipo, reservándose los abovedamientos para la cabecera, con cañón apuntado en el presbiterio y de horno -generada por arco de idéntico perfil- en el ábside, ambas sobre impostas de listel y nacela. Como es habitual, la cabecera es, junto a la portada, donde se concentran los mayores esfuerzos constructivos y decorativos. Exteriormente manifiesta gran simplicidad, mostrando el ábside su tambor liso y enfoscado, con una simple ventana rasgada en el eje, abocinada al interior y rodeada por arco de medio punto y jambas lisas, con impostas y chambrana molduradas con nacela. Corona los muros del ábside y presbiterio un ornamentado alero, dispuesto sobre una hilera de sillería que regulariza el muro. Consta de cornisa moldurada con doble nacela escalonada, soportada, como es habitual en tierras segovianas, por hilera de canes entre los que se disponen metopas decoradas. Éstas reciben en su mayoría florones de anchas hojas de nervio central en cuyo centro, a modo de botón, se disponen rosetas, aunque no faltan algunas con entrelazos de cestería o formando motivos geométricos, y aún otras con animales, como el felino pasante del hemiciclo o un estilizado pavo real en el muro norte del presbiterio. En los canes del hemiciclo se disponen motivos recurrentes en las iglesias cercanas de la cuenca del Pirón: aves varias, entre ellas dos lechuzas y otras tantas zancudas -probablemente cigüeñas como las que hoy día pueblan los tejados del templo-, bustos humanos masculinos y femeninos, ataviados con mantos de gruesos pliegues y las damas con altas tocas, formando asociaciones de muy difícil interpretación dada la representación frontal de las figuras, el prótomo de un rugiente felino y otros de cérvidos y bóvidos, un híbrido de ave con cabeza felina, etc. En la cornisa del muro septentrional del presbiterio encontramos, junto al codillo del ábside, un canecillo decorado con un rudo diablillo antropomorfo de abultado vientre y ataviado con calzas, de grotesco rostro barbado, orejas puntiagudas y cabellera llameante, dispuesto con los brazos en jarras. Junto a él, tras una estilizada cigüeña, en los cuatro canecillos siguientes asistimos a una probable escena de caza, con un venado al que flanquean dos infantes armados con lanzas y haciendo sonar el olifante, así como un fracturado lebrel, el antes citado pavo real en la metopa inmediata al ciervo y una liebre en el modillón inmediato al codillo de la nave. Al interior, da paso a la cabecera un arco triunfal netamente apuntado y doblado, que reposa en sendos machones con semicolumnas adosadas que parten, sobre el banco corrido en el que se asienta toda la capilla, de basas áticas de fino toro superior, escocia y grueso y desarrollado toro inferior, con bolas y sobre plinto. Coronan estas columnas hermosos capiteles figurados. El del lado de la epístola se decora con dos parejas de aves, enredadas en un follaje que se devanan en picar con su cuerpos encorvados, uno de los motivos más recurrentes del románico segoviano, presente tanto en los edificios del Pirón como en los de la zona de Fuentidueña o la iglesia de La Trinidad de la capital. Mayor interés, estilístico e iconográfico, manifiesta el capitel correspondiente al lado del evangelio del arco triunfal, que recoge el tema de la despedida -o, como entiende Margarita Vila, el reencuentro- de la dama y el caballero. Éste último aparece en el lateral que mira a la nave, en forma de jinete barbado y tocado con corona, ataviado con túnica corta y capa, sobre cuyo vuelo reposa lo que parece un mutilado halcón. Sujeta el caballero los estribos con su mano izquierda, mientras que alzaba la mutilada diestra hacia la figura de una dama dispuesta frente a él. La montura, ricamente enjaezada, aplasta con su pata delantera izquierda a un personajillo acuclillado bajo cuya saya asoma una forma hoy irreconocible. Compone así esta primera viñeta, enmarcada como las restantes por arquitecturas de arcos trilobulados sobre columnillas, la escena denominada como “caballero victorioso”, estudiada por Crozet, Apráiz y Ruiz Maldonado. En nuestro caso, acompaña y completa el oscuro significado de la imagen la pareja que ocupa la arquería inmediata. La primera figura corresponde a una dama, ataviada con túnica, manto y velo, que parece dirigirse al jinete con un gesto de su diestra. Junto a ella aparece un joven realizando el gesto de asirse la muñeca de su brazo izquierdo, ademán interpretado por François Garnier como signo de desesperación. ¿Podríamos estar ante la despedida del caballero que parte a la guerra por parte de su familia? Es plausible que tanto la corona como el halcón sean símbolos que refuercen el carácter noble, aunque no necesariamente regio, del jinete, y que el motivo de su marcha o llegada no sea así cinegético sino militar, simbolizándose en la pequeña figura acuclillada al enemigo, que en el contexto político y social al que responde la escena no podemos considerar sino musulmán. Más problemática es la interpretación de los dos agrupamientos de figuras que completan la cesta hacia el altar, tras la supuesta esposa y vástago del caballero. En el frente vuelven a aparecer dos figuras, femenina y masculina respectivamente, aunque aquí de la misma estatura; en el lateral que mira al altar son tres los personajes, aunque el desgaste del relieve dificulta aún más la interpretación. Margarita Vila, al buscar paralelos iconográficos a la despedida de la dama y el caballero de San Vicente de Ávila, considera que aquí en Pelayos la escena “parece indicar más bien una acogida, pues el jinete se dirige triunfalmente hacia la dama y demás gentes de su castillo”. Temas similares al aquí representado, ya sea éste partida o llegada, los encontramos en las iglesias de Aguilar de Bureba (Burgos), los zamoranos de la Colegiata de Toro y San Juan del Mercado de Benavente, San Pedro de Villanueva (Asturias), un relieve del Museo de la Catedral de León, etc. Conserva restos de policromía este capitel, del mismo tipo que la del arco triunfal, en tonos ocres y azules, de cronología imprecisa. Los muros del presbiterio se animan, como en Tenzuela, con series de dos arcos de medio punto abocelados, que descansan en las pilastras de ángulos igualmente matados con boceles y en dobles columnas en el centro, en las que restan vestigios de policromía de tonos rojos. Apean éstas en basas áticas de fino toro superior y toro inferior aplastado, sobre plinto, coronándose con capiteles dobles figurados. El correspondiente al lado de la epístola muestra una abigarrada composición con cuatro arpías enredadas en tallos resueltos en hojas acogolladas, tres de ellas con rostro de efebo y una cuarta barbada, mientras que en los ángulos de la cesta aparecen dos híbridos de cuerpo de ave y cabeza leonina, de cuyas fauces parecen protegerse dos personajillos dispuestos cabeza abajo, en difícil contorsión. Más que la supuesta progenie silense de este relieve, señalada por Ruiz Montejo, retendremos la combinación del significado de las arpías como híbridos tentadores con el de los personajes acosados por trasgos maléficos. En el capitel frontero del muro norte del presbiterio encontramos otro de los temas recurrentes en el románico de la comarca, como son las dos parejas de leones afrontados en los ángulos de la cesta, de agachadas testas y enredados por un ramaje, resuelto en la parte superior como brotes acogollados que se devanan en morder. La composición encuentra numerosos paralelos, como los de Peñasrubias de Pirón, San Quirce o San Sebastián de Segovia, aunque constituye aquí un elemento distintivo el uso del trépano en las melenas de los felinos y las acanaladuras que recorren sus cuerpos. El segundo punto donde se concentra el interés escultórico del edificio es la portada, abierta en un antecuerpo de sillería labrada a hacha de la fachada meridional. Muestra éste sus ángulos abocelados, alzándose sobre un zócalo y coronándose por tejaroz con cornisa de nacela sostenida por diez maltrechos canes, entre los que reconocemos un prótomo de cérvido, un ave, una figura femenina de bello rostro y larga cabellera partida en mechones que con gesto oferente parece dirigirse hacia arriba, una hoja de acanto, dos descabezadas figuras ataviadas con túnica y manto abrazándose y un acróbata. La portada se compone de arco de medio punto y dos arquivoltas, que apean en jambas escalonadas en las que se acodilla una pareja de columnas recogiendo la arquivolta interior, rodeándose los arcos por chambrana de nacela y junquillo. El arco, que apea en jambas de aristas aboceladas, aparece exornado por un junquillo con trama romboidal incisa trasdosado de hojitas, y decora su rosca con doce casetones que acogen florones de hojas nervadas con botón central, rosetas, árboles de tallos ondulantes y simétricos que se resuelven en brotes acogollados con granas, un nudo geométrico de tallos, así como una cigüeña atrapando una serpiente con el pico. La arquivolta interior recibe tres cuartos de bocel en esquina retraído, y la externa se orna con rosetas octopétalas inscritas en clípeos con banda de contario. Marca el arranque de los arcos, prolongándose por el antecuerpo, una imposta en la que se combinan la cadeneta de tallos entrelazados con otros ondulantes que acogen brotes o flores acogolladas. En los capiteles de las columnas acodilladas vemos repetirse el asunto de los leones afrontados de testas encorvadas, mordiendo con sus fauces los tallos que los enredan, resueltos en la parte alta de la cesta como brotes acogollados. A diferencia del similar motivo que vimos en la arquería del presbiterio, el tratamiento de los felinos es aquí más sumario y rudo, con estereotipadas guedejas de mechones entrelazados. En el capitel del lado derecho se oponen dos esfinges entre tallos, de similar deficiente factura. La escultura, generosa en el uso de trépano -así en las pupilas- y el recurso a las acanaladuras, como en los cuerpos de los leones, parece obra de un mismo taller, en el que, sin embargo, creemos poder distinguir al menos tres facturas. Una mano más experta es la responsable del capitel con la despedida del caballero, otra labra los capiteles de las arquerías presbiteriales y algunos canes, mientras que unos modos más rudos y descuidados caracterizan el capitel del lado de la epístola del arco triunfal y los de la portada, así como parte de los canecillos. A los pies del edificio, bajo el coro, conserva la iglesia un buen ejemplar de pila bautismal románica, labrada a hacha en un bloque de caliza. Muestra copa semiesférica decorada con abultados gallones entre junquillos sogueados, de 117 cm de diámetro en la embocadura (133 cm en sección por los gallones) por 76 cm de altura, sobre un maltrecho tenante a modo de basa, que se eleva 34 cm de altura. En el muro meridional de la nave, entre la portada y la cabecera, se conservan unos interesantes testimonios de pintura mural, parcialmente descubiertas en 1967 y finalmente restauradas en 1983. Consta de dos niveles, con un panel superior recuadrado por una cenefa, a modo de tapiz pictórico, en el que se narran episodios de la vida de San Vicente. Bajo estas pinturas se disponen otras, carentes de marco, en las que se representa a un centauro sagitario persiguiendo a un ciervo, el combate de dos jinetes y la lucha de dos infantes, amén de otros trazos difícilmente reconocibles. El Marqués de Lozoya (1967) o Cook y Gudiol (1980) contemplaron sólo fragmentariamente estas pinturas, que por ello los últimos consideraron como “el complemento pictórico de un sepulcro de un caballero emplazado junto al muro lateral de mediodía”. El único estudio monográfico que han merecido, amén de las valiosas notas publicadas por Sainz Casado en 1984, se debe a Carmen Espinosa y Javier Huidobro (1987), ya que curiosamente Gutiérrez Baños, en su tesis sobre la pintura del gótico lineal castellano, atiende exclusivamente a las del registro inferior, pues considera románicas las del superior. Sin querer extendernos en una inútil diatriba sobre su clasificación estilística, que las dejaría en una especie de limbo historiográfico, realizaremos su descripción conscientes de que aunque tanto por estilo como por cronología escapan a los marcos comúnmente aceptados para el románico, participan en su carácter popular de los mismos. En la banda alta del registro superior comienza la historia del titular de la iglesia, en lectura de derecha a izquierda, con la entrevista entre el obispo de Zaragoza Valerio, ataviado de pontifical, con mitra y báculo, acompañado de su tonsurado diácono Vicente, ricamente vestido con dalmática y portando un libro, y el prefecto Daciano, enviado a Hispania en el marco de las persecuciones contra los cristianos de Diocleciano. Los personajes aparecen identificados por cartelas en la cenefa superior -DACIAN(us), VICE(n)CI(us) y [VAL]ERI(us)- a la que se añade claramente hVESCA como identificación de la ciudad donde tiene lugar el encuentro, representada a modo de un castillo de cuatro pisos y remate almenado, que sirve además de “trono” al romano. Hay aquí una cierta interpretación libre de la tradición, pues si bien ésta señala a la madre de San Vicente como natural de Huesca, y por extensión él mismo, es Zaragoza la ciudad que sirvió de marco al pasaje. Tras llevar la voz cantante en la conversación y las amenazas de Daciano, éste ordena que la pareja sea conducida a pie, cargados de cadenas, hasta Valencia. Se representa el pasaje con San Valerio, desposeído de su mitra, siempre detrás del diácono, ambos con gruesas argollas aprisionando su cuello y manos, y seguidos por una pareja de soldados armados con cota de malla, lanza y rodela. En Valencia son encerrados en prisión, representada como una torre almenada y vigilada por soldados, y sometidos a privaciones. Tras ellas vuelven a entrevistarse con Daciano, quien exasperado por su actitud, decide desterrar al obispo y someter a tortura a Vicente. En la escena extrema de la banda superior asistimos al martirio del santo, atado a una rueda a modo de potro y atormentado por cuatro verdugos que lo laceran con palos o pinchos, entre los que, en una cartela, aparece el letrero CIVLCO (quizás CIVICO), que no acertamos a interpretar, al igual que el texto VIDCOLVS o VIDCOI.VS, inserto en la cenefa que divide los dos niveles del recuadro. Ya en el registro inferior, la lectura se desarrolla de izquierda a derecha, comenzando con la muerte de San Vicente, acostado por sus verdugos en un lecho con la intención de que sanase para volver a torturarlo, y el tránsito de su alma, ya nimbada, elevada en un lienzo por dos ángeles. La siguiente escena es identificable, pese a la pérdida de parte de las pinturas en esta zona, con el pasaje en el que Daciano ordena que el cadáver del santo sea abandonado en el campo para ser devorado por las alimañas, hecho que no se consuma al ser ahuyentadas éstas por un cortejo de ángeles ayudados por un cuervo. Acertamos a ver al santo yaciendo en tierra siempre con el Libro que simboliza su fe en las manos, y junto a su cabeza, un enorme cuervo que monta guardia ante varias aves y parte de un cuadrúpedo, a buen seguro el lobo del que habla el relato hagiográfico. Tras el nuevo fracaso, el prefecto romano ordena que el cadáver sea troceado y arrojado por unos marineros en alta mar, dentro de un odre atado a una piedra de molino, asunto que ocupa la siguiente viñeta. Pero, y con ello concluye el relato, en vez de ser devorado por los peces y serpientes marinas, las olas empujaron el santo cuerpo a la orilla, junto a una ciudad -la tradición sitúa la playa en Cullera- antes de que el barco arribase a puerto, siendo entonces sepultado por un grupo de cristianos. Espinosa y Huidobro apuntan la posibilidad de que en esta última escena, separada de la anterior por una cenefa vertical, se represente el traslado de los restos del santo a Lisboa. Excepto algunas licencias y elipsis, el ciclo sigue fielmente la pasión de San Vicente, cuyo culto -su fiesta se celebra el 22 de enero- gozó de una rápida y notable extensión, propagado por escritos y sermones de influyentes Padres de la Iglesia como San Agustín, San Ambrosio, San León Magno o San Isidoro, así como por su contemporáneo el poeta calagurritano Aurelio Prudencio, en su Libro de las Coronas o Peristephanon. No muy alejadas en estilo y cronología son las tres escenas dispuestas bajo el marco del ciclo de San Vicente. No conservan fondo que las enmarque ni unifique, e ignoramos si éste existió. Vemos en la zona más cercana a la capilla, en primer lugar, a un centauro-sagitario persiguiendo a un ciervo de grandes astas, contra el que dirige un venablo que vuela hacia la cabeza del animal, ya herido en el cuello por otro dardo. La traducción simbólica de este tema como el pecado acosando al alma del cristiano era conocida, y así la encontramos en un capitel de la ventana absidal de Soto de Bureba (Burgos) o en otro del claustro de San Pedro de Soria o en otro de la cabecera de Rebollo. La escena central muestra el combate de dos caballeros, tocados con casco, que cruzan sus lanzas protegiéndose uno con rodela y el otro con un escudo de cometa ornado con una cruz roja. Quizás represente el combate entre el caballero musulmán y el cristiano, como suponen Espinosa y Huidobro y Gutiérrez Baños, o bien se relacione como la escena anterior con un combate espiritual, sin connotaciones políticas, caso del capitel de la cabecera de La Asunción de Duratón, entre otros muchos ejemplos. A la derecha de este combate se desarrolla otro, esta vez de peones, igualmente protegidos uno con rodela y el otro con escudo de tipo normando, ambos blandiendo una especie de varas o látigos. Entre esta escena y la puerta se adivinan más trazos, que no acertamos a identificar. El conjunto de las pinturas debió ser realizado ya en la segunda mitad del siglo XIII, cronología aseverada por el tipo de letra de las cartelas, coincidiendo los autores que se han ocupado de ellas en señalar la cercanía temporal y estilística entre los dos registros. Bien que pertenezcan al denominado gótico lineal, en ellas, como en las de San Nicolás y San Clemente de la capital, se manifiesta un fuerte arraigo a la tradición románica. Gutiérrez Baños las data en torno a 1260. A la estructura románica se añadió en época moderna una espadaña de mampostería y sillar cuyo muro de carga prolonga el esquinal sur del presbiterio, acodándose hacia el este un husillo de sillería que alberga la escalera de caracol que da servicio al cuerpo de campanas, dispuestas en dos troneras de medio punto, bajo el remate a piñón de la estructura. Dos impostas marcan sendos pisos del campanario, la inferior de listel y bocel aplastado, y la superior de cuarto de bocel. A este añadido, obra probablemente del siglo XVII, se une el del atrio cerrado que recubre la fachada meridional, igualmente de mampostería reforzada con sillar en los esquinales. Le da acceso una puerta de arco de medio punto, cuya rosca aparece pintada imitando despiece de ladrillos, rodeada por enfoscado de trama romboidal a modo de alfiz y zócalo en tonos ocres. En el enfoscado interior de este atrio, junto a la jamba derecha de la portada y bajo una bárbara representación de la lujuria, un tosco letrero aporta la fecha de 1673. También al norte del presbiterio, y con acceso desde el mismo a través de puerta con arco de medio punto, se adosó una sacristía de planta cuadrada y muros de mampostería, cubierta por bóveda de cañón de eje normal al del templo, realizada en sillería. En cuanto a la cronología de la iglesia románica, varios son los argumentos que nos hacen situarla dentro del primer tercio del siglo XIII. Así parece inducirlo la combinación del arco netamente apuntado en la cabecera con los de medio punto en las arquerías presbiteriales, ventana de la cabecera y portada. También la escultura nos muestra la “decadencia de las formas” -en expresión de Ruiz Montejo- del románico de la Tierra de Segovia por su pura y acomodaticia reiteración, aunque aquí en Pelayos introduciendo elementos gotizantes, sobre todo en el capitel de la despedida del caballero. En este relieve, aunque las figuras muestran rasgos apegados al románico, la composición dividida en viñetas marcadas por arquillos trilobulados nos acerca, si mentalmente realizamos su proyección al plano, a la de algunos sepulcros góticos. Esta asimilación de estéticas, nada infrecuente en el románico segoviano -así en los pórticos de Sotosalbos o Duratón-, no resta un ápice de interés al edificio. Bien al contrario, es prueba evidente de que los estilos artísticos encuentran también en estas “bisagras” temporales no sólo decadencia formal, sino también amalgama de revitalización y germen de nuevas maneras, obligándonos así a matizar las consideraciones cronológicas y acabar desechando esa absurda sinonimia que minusvalora lo “tardío”.