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Ya está a la venta el numero 27 del CODEX AQVILARENSIS

 

Pensar imágenes medievales por Gerardo Boto Varela   

 

Con este número monográfico, dedicado a examinar desde diferentes perspectivas el argumento “Pensar en imágenes, pensar con imágenes en la Edad Media”, Codex Aquilarensis actualiza y optimiza sus perfiles científicos. La reafirmación de sus contenidos revalida esta revista académica como una publicación periódica consagrada al estudio del arte medieval que, desde su posicionamiento en la producción bibliográfica en castellano, acoge también a autores y estudios internacionales. Codex Aquilarensis está abierta a la admisión de trabajos inéditos que examinen los procesos y los protagonistas de la producción y recepción artística en las sociedades del Medievo, así como los productos artísticos derivados de las interacciones culturales que se generaron entre aquellas sociedades. Esta revista pretende contribuir a dinamizar los debates historiográficos en torno a la elaboración y la experiencia de las imágenes y los espacios medievales –y, sobre todo, de unas en el contexto monumental de los otros–, temáticas que actualmente acaparan la atención de lectores e investigadores de todo el mundo. De modo particular, serán especialmente bienvenidos los ensayos que consideren la cultura visual y la organización funcional de los espacios de culto durante el período histórico que discurrió entre los siglos VII y XVII. Para avanzar en la resolución de estos apasionantes problemas y debates historiográficos juzgamos de particular provecho atender a las coordenadas intelectuales de la semiótica (con sus indagaciones sobre las intersecciones entre textos e imágenes), la antropología cultural, la crítica ideológica o la historia de la representación, entre otras fructíferas aproximaciones.

 

Desde Altamira, si no antes, vivimos con imágenes. A menudo, las empleamos como estímulos intelectuales –de tal manera que pensamos con ellas o desde ellas–, pero ante todo recurrimos a ellas como conductos emocionales y como referentes colectivos. Todos hemos constatado que las imágenes convocan e informan conceptos abstractos tanto como realidades perceptibles. Las representaciones se acumulan en nuestra memoria y, descubiertas o evocadas, logran influir enérgicamente en nuestro ánimo.   

 

Tras tensos y reiterados conflictos, prolongados desde el siglo III al VIII, los iconófobos de un extremo y otro del Mediterráneo fueron acallados y arrinconados. Como en tantos otros momentos históricos, las élites preponderantes de la Europa medieval instrumentalizaron las imágenes para transferir y estimular ideas y catequesis. Para ser más preciso, los promotores medievales utilizaron las imágenes para predicar doctrinas espirituales, legitimar estatus políticos, representar una condición social y afianzar su identidad individual. No hay duda de que el manejo deliberado y decoroso de las imágenes permitió a personas y estamentos ser valorados y rememorados en los espejos del mañana.   

 

Al condensar los rasgos morales e icónicos de un intercesor santificado o de un aristócrata diligente se persiguió explicitar los principios ideológicos y religiosos que el efigiado profesó en vida. Sin embargo, los perfiles de una imagen también acrisolaban los parámetros visuales que entendían, atendían y apreciaban los individuos o las comunidades que la observaban. Los autores intelectuales del Medievo, en su pretensión de publicitar principios y dogmas, no podían codificar aleatoriamente las imágenes. Si no propiciaban que el cuerpo social reconociera esas nociones y, más aún, que se reconociera como agente activo en la empresa común, de este mundo y del otro, la transferencia de valores quedaría abruptamente cercenada. Las imágenes, en tal caso, no habrían podido excitar credos ni pensamientos.   

 

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Desde Gregorio de Nisa en el siglo IV a Lucas de Tuy ya en el XIII, múltiples autoridades cristianas aseveraron que las imágenes tenían una innegable razón de ser, dado que cumplían propósitos comunicativos y emotivos en el marco de los recintos de oración y devoción. Teólogos y exegetas entendieron y postularon que estos aldabonazos visuales estimulaban, movían y conmovían a los espectadores, fuese por persuasión, por seducción, por salvaguardia o por coerción. Prosperar hoy en la comprensión de las capacidades funcionales y pragmáticas de las imágenes –para qué sirvieron, para qué se emplearon– contribuye a aclarar el interrogante primordial: qué era la imagen en el Medievo, cómo era capaz de hacer y cómo se verifica lo que hacía. Múltiples y diversas son las derivadas estas cuestiones nucleares que la historiografía aún no ha resuelto.   

 

Los distintos autores que intervienen en este número monográfico analizan algunas de las tareas comunicativas que llegaron a desempeñar estas figuraciones. Exploran también qué relaciones intelectuales establecieron los operarios, promotores y/o receptores con las imágenes en horizontes tan dispares como la Italia crepuscular, el Santiago naciente o la Borgoña más militante. Los estudios aceptados para su publicación examinan cómo fueron concebidas y dispuestas las representaciones con un propósito efectivo: de modo elemental, estimular pensamientos; con mayor ambición, ejercitar procedimientos mentales; a la postre, pergeñar modos de pesar. En reiteradas oportunidades, pensar en imágenes supuso diseccionar el propio pensamiento y sus procedimientos aunque, claro está, a partir de cauces y mecanismos visuales. Con el escrutinio directo o tangencial de estas cuestiones, los trabajos que aquí se brindan procuran un avance en el conocimiento de las imágenes durante la Edad Media, de su naturaleza instrumental y sus potencias conceptuales en tanto que cauces y soportes de pensamientos y especulaciones. La superposición de significados que se advierte en algunas de ellas sólo puede desentrañarse siguiendo los pasos de los exegetas. En las Sagradas Escrituras, como en los oficios litúrgicos, los teólogos advertían un sentido literal, otro alegórico y tipológico –ahondado por Orígenes, y que permitía interpretar todas las perícopas de modo espiritual y figurado–, un tercero tropológico –modélicamente expuesto por San Gregorio en sus Morales de Job, referente por antonomasia de la rectitud de conductas y prolijamente estudiado en las clausuras monásticas– y, por fin, el sentido anagógico –mediante el cual, el fiel se proyecta desde las realidades visibles a las incorpóreas. Para distintos tratadistas medievales las imágenes eran admisibles, y aún precisas, exactamente porque permitían progresar per visibilia ad invisibilia.    

 

Los espectadores creyentes se encontraban ante figuraciones ofrecidas para ver y descifrar, para ver y corregirse, pero también para ver y pensar, partiendo de un argumento y alcanzando otro, fuera por asociación o por proyección. Las imagines se desplegaron para poder ver las scripturae sagradas y de las storiae humanas; pero también para inducir y conducir ideas. Sobre esta proposición genérica se aplicaron matices sucesivos. Distintos trabajos de este número de la revista han procurado advertir las fórmulas y los mecanismos que se aplicaron en la confección de las imágenes –desde el románico al tardogótico– para interpelar e instruir a los espectadores. Sin embargo, estos estudios no escudriñan la consumación de los mensajes doctrinales en la estela de los trabajos iconográficos al uso, que como es bien sabido inspeccionan la literalidad e historicidad de los motivos visuales. En su lugar, los ensayos que siguen indagan en la activación de procedimientos visivos que propiciaban que los receptores pudieran pensar a través de las imágenes. Así, el lector hallará aquí trabajos actuales que se afanan por dilucidar los recursos brindados ante los ojos y la mente del espectador medieval. 

 

Gerardo Boto Varela (Dir.)

 

Puede ver la relación de articulos de la revista aquí