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Capitel de la arquería de la nave central del lado sur. Sirenas

Identificador
33111_05_002
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
Sin información
Idioma
Autor
Pedro Luis Huerta Huerta
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)

 

País
España
Edificio (Relación)

Iglesia de Santa María

Localidad
Villanueva
Municipio
Teverga
Provincia
Asturias
Comunidad
Principado de Asturias
País
España
Descripción
LAS REFERENCIAS DOCUMENTALES a la iglesia de Santa María de Villanueva, conocida originariamente como Santa María de Carzana, son escasas. Tradicionalmente se tomó como fecha de referencia para su fundación la data que varios autores creían leer en la inscripción de la pila bautismal que se conserva en el templo. Así, C. Miguel Vigil leyó la era de 1028, que correspondería al año 990, mientas que A. de Llano de Roza dice leer la era 1039, correspondiéndose con el año 1001. Sin embargo, en la última interpretación realizada por Diego Santos se descarta que exista grabada fecha alguna, al interpretar las grafías, XPCO, como abreviatura de Cristo. Esta última interpretación podemos considerarla como la más acertada, dado que las lecturas anteriores nos darían unas fechas demasiado tempranas para las características formales y estéticas de la pieza. Obviando la mencionada inscripción, las referencias documentales a este templo se reducen a cuatro documentos, entre los cuales existen grandes lagunas temporales, ya que el primero se data en la segunda mitad del siglo XI, el segundo en el año 1116 y los dos últimos corresponden a 1201 y 1255. Sin embargo, a pesar de la distancia cronológica, podemos establecer entre ellos ciertas relaciones al estar vinculados a un mismo linaje nobiliario. En la segunda mitad del siglo XI la condesa Aldonza Ordóñez, hija de infantes de León, hace una importante donación al monasterio de Santa María in territorio Tebricense locum nominatum Villanoua de Carzana. La presencia de este personaje, perteneciente a uno de los linajes nobiliarios más importantes de la época, la rica donación que hace a la institución tevergana y su deseo de ser sepultada en la misma, llevan a pensar en el monasterio de Villanueva como una auténtica comunidad monástica con un área de influencia socio-económica relativamente extensa. En 1116 Sancho Sánchez entrega la mitad de unas villas en Somiedo a doña Elvira Velasquiz, con la condición de que si muere sin descendencia retornen a él, pero si él fallece antes que ella deben de ser entregadas a Santa María de Teverga por el alma de ambos. Los dos individuos que aparecen citados en este documento pueden estar relacionados familiarmente con la mencionada condesa Aldonza, así, entre sus descendientes encontramos un personaje que responde al patronímico de Sancho Sánchez, mientras que en el caso de Elvira Velasquiz la vinculación a este grupo familiar parece más segura a la luz de varios documentos del Monasterio de Belmonte. Finalmente, en 1201 el rey Alfonso IX otorga a San Salvador de Oviedo la iglesia de Santa María de Carzana que poseía en herencia de la condesa Elvira, quien, como hija del magnate asturiano Pedro Alfonso, es descendiente directa de la mencionada condesa Aldonza. Este es el momento en que el templo de Villanueva pasa a depender directamente de la mitra ovetense; hasta este instante no encontramos ninguna donación que lo vincule directamente con ella o con cualquier otra institución eclesiástica, por lo que podemos suponer que permanecía íntegra en manos de dicha condesa Elvira. Ya que, como sostienen estudiosos del tema, de los bienes nobiliarios sólo conocemos aquellos que fueron donados o comprados, no los que permanecieron dentro del patrimonio familiar. Podría ser éste el caso del templo de Villanueva, y de ahí el oscurantismo de las fuentes documentales. Suponiendo que la propiedad, o los derechos sobre la misma, permanecieran a lo largo de este tiempo en manos de los herederos de Aldonza Ordóñez, el último eslabón de la cadena, antes de pasar a formar parte de las posesiones catedralicias, lo constituiría la condesa Elvira, quien al morir sin descendencia entrega parte de los bienes heredados de sus padres al monarca Alfonso IX. De esta manera la iglesia de Carzana habría pertenecido al conde Pedro Alfonso, del que no conocemos las propiedades que pasaron a sus herederos ni las que él heredó de sus antepasados, sino sólo las que donó a instituciones religiosas, principalmente a Santa María de Lapedo, o las que obtuvo por compra directa o donación regia, un patrimonio que en la parte asturiana de sus dominios se extendía principalmente por los territorios de Teverga, Belmonte y Somiedo. El último de los documentos en que aparece citada la iglesia, ya como parte de los bienes de San Salvador de Oviedo, es en la confirmación de la donación de la villa de Taja, que en 1255 Alfonso X hace a la sede ovetense recordando que la mencionada villa pertenece a San Salvador de Oviedo porque se encontraba formando parte del patrimonio de la iglesia de Santa María de Carzana cuando ésta fue donada por su abuelo, Alfonso IX, a la catedral. Desde el siglo XIII, la iglesia de Villanueva queda incluida definitivamente en el patrimonio catedralicio y comienza un nuevo período de su historia, tan oscuro o más que el período anterior, en el que se produce un progresivo deterioro de la fábrica medieval y es objeto de diversas intervenciones que desfiguran por completo su apariencia primitiva. Así, en los siglos XVII y XVIII, entre otras reformas menores, se construiría el imafronte y se transformaría la cabecera. En la segunda mitad del siglo XIX el edificio se encontraba en un estado precario desde sus cimientos, tal y como Fermín Canella y Ciriaco Miguel Vigil nos lo describen “fuera de aplomo y amenazando ruina la pared del flanco del evangelio”, lo que llevó a que en las primeras décadas del siglo XX se realizaran importantes obras de restauración que, siguiendo las corrientes historicistas del momento, transformaron en gran medida el templo con la construcción de la parte superior de los pilares, el abovedamiento de la nave central y una nueva trasformación de la cabecera. La visión que actualmente nos ofrece el templo es la de un conjunto de piezas heterogéneas conformado a lo largo de un dilatado período de tiempo, en el que podemos distinguir varias etapas constructivas, siendo las dos primeras, datadas en el siglo XI y segunda mitad del XII, las que se corresponderían con el templo románico de Santa María de Carzana. Una construcción que, a tenor de la calidad de las piezas conservadas y de su vinculación directa con talleres leoneses y zamoranos, debió de constituir uno de los ejemplos más destacados del románico asturiano, en perfecta sintonía con los presupuestos formales y técnicos del románico internacional. La estructura arquitectónica, de controvertida proporcionalidad y profundamente trasformada, presenta en la actualidad planta de tipo basilical de tres naves, la central mucho más ancha que las laterales, divididas en cuatro tramos y rematadas por una cabecera de ábside central con trazas poligonales al exterior y semicirculares al interior. Esta cabecera, de construcción moderna, vendría a sustituir la anterior, posiblemente de fábrica románica, que, a tenor de los datos ofrecidos por algunas descripciones decimonónicas, pudiera constituirse como cabecera triple. Así, Ciriaco Miguel Vigil, menciona que en el lado de la epístola “existe parte de la nave lateral con columnitas y capiteles muy lindos, lo cual revela haber tenido tres ábsides”, por su parte Canella añade que “la primitiva iglesia pudo haber tenido pequeñas capillas laterales, a juzgar por parte de una del lado de la epístola con columnas de graciosos capiteles, y tosco y mal compuesto altar”. También trasformaciones sufrió el tránsito de la cabecera hacia el cuerpo de naves, donde se situaba el arco de triunfo, al que Miguel Vigil hace referencia en sus escritos, y el primer tramo de naves más próximo al presbiterio, donde tanto los arcos formeros como los pilares son de nueva construcción con reaprovechamiento de elementos románicos. Igualmente fruto de las reformas es el sistema de cubiertas, con bóveda de cañón reforzada con fajones para la nave central, bóveda de cañón transversal para las naves laterales y bóveda de horno para la cabecera. Sabemos que este sistema fue colocado tras la restauración de principios del siglo XX, concretamente en febrero de 1907 la bóveda ya había sido terminada. Antes de la realización de estas obras, las naves se cubrían en su totalidad, tal y como indica Miguel Vigil, con armadura de madera, no descartando sin embargo que la cubierta original románica pudiera haber sido abovedada. Las tres naves, divididas en cuatro tramos, se articulan con arcos de medio punto de dos roscas que descansan sobre pilares cruciformes con columnas adosadas en los tres primeros tramos y gruesos pilares circulares en el tramo de los pies. Se trata de dos sistemas de apoyos diferentes, correspondientes cada uno de ellos a una fase distinta de la construcción, siendo la parte de los pies, datada en el siglo XI, el tramo más antiguo del templo. En este tramo encontramos cuatro gruesos pilares circulares, dos de ellos adosados al muro del imafronte, construidos con sillares bien escuadrados. Se elevan sobre un zócalo moldurado de variables dimensiones y se rematan con una estrecha moldura, a bocel para los pilares adosados al muro y con taqueado en el caso de los exentos. Sobre estos dos últimos pilares se coloca una pequeña semicolumna rematada con capitel troncopiramidal invertido, decorado con toscos motivos vegetales. Un tipo de apoyos poco comunes en la arquitectura del románico español y únicos en el románico regional, que tradicionalmente se han vinculado con los estribos utilizados en el templo borgoñón de Saint Philibert de Tournus en el tercer cuarto del siglo XI, donde se aprecia la misma solución que en Villanueva. Sin embargo, a nuestro parecer, la presencia del orden superior en Villanueva no es consecuencia de la construcción románica, sino fruto de la restauración del templo cuando se elevó la altura de las naves para sostener la bóveda. El resto de los apoyos, cuatro exentos y dos recompuestos adosados a la cabecera, responden a los modelos utilizados por el románico pleno, por lo que se corresponderían con la campaña constructiva de mediados del siglo XII. Se trata de pilares cruciformes con semicolumnas adosadas en cada uno de sus frentes, el sistema de apoyos más utilizado en el románico internacional y caso excepcional entre los ejemplos conservados en Asturias. Este tipo de pilar parte de los modelos de Cluny III y se extiende por toda la geografía del románico, con especial incidencia en los templos del Camino de Santiago. Los pilares de Villanueva, a nuestro parecer, no son originales en su totalidad, siendo la parte superior fruto de la restauración de principios del siglo pasado; se elevan sobre un plinto del que parten las semicolumnas que llevan adosadas; tres de ellas, en cada uno de los pilares, llegan a la altura del arranque de los arcos formeros, mientras que la frontal se eleva por encima de ellos para alcanzar los arcos fajones de la bóveda. Las columnas se sitúan sobre un plinto en forma de paralelepípedo que sirve de apoyo a la basa propiamente dicha. Éstas, de diferente factura y calidad técnica, son, a grandes rasgos, de tipo ático con las interpretaciones más o menos canónicas que le da el románico. Sólo dos de ellas presentan tratamiento en su superficie, reduciéndose la decoración del resto a la presencia de garras en forma de bolas, piñas o rostros humanos. Los capiteles, los dos penúltimos de cada lado compuestos por canecillos reutilizados, presentan gran interés escultórico, con escenas historiadas y motivos zoomorfos representados en las tres caras visibles de sus cestas. Se componen de astrágalo inferior bien marcado, formado por una moldura a bocel totalmente lisa sobre la que se sitúa la cesta en forma de pirámide truncada invertida, rematada por un ábaco de perfiles trapezoidales, decorado con motivos vegetales y geométricos de gran preciosismo. En el exterior, totalmente desfigurado, pocos son los elementos que pudieran pertenecer a la fábrica medieval. Sus muros perimetrales, así como la cabecera y el imafronte, son fruto de las reformas realizadas en los siglos XVII y XVIII y de la restauración de la segunda década del siglo pasado. Los únicos elementos originales que se conservan son la cornisa en damero que remata el ábside, una especie de mascarón inserto en el muro sur y algunos canecillos figurativos que, de manera irregular, se distribuyen por la cornisa que remata el muro norte. El elemento más destacado del templo de Villanueva lo constituye su relieve monumental que, tanto por su lenguaje iconográfico como por los aspectos formales y técnicos de sus imágenes, nos revela a simple vista que nos encontramos ante uno de los ejemplos más destacados de la plástica románica en Asturias. La decoración, localizada principalmente en basas, canecillos y capiteles, constituye sin duda una visión incompleta de lo que debió de ser el repertorio ornamental del templo. No han llegado hasta nosotros restos de espacios tan propios para el despliegue de imágenes como el arco de triunfo, las portadas o los vanos, elementos que, a juzgar por lo que se conserva, debieron de haber sido de gran interés artístico. Las piezas conservadas se corresponden con las dos fases románicas que encontramos en el templo; de la primera de ellas, como decimos fechada en el siglo XI, los restos son escasos, aunque es de destacar entre ellos la presencia de una pila bautismal de gran interés. La mayoría de las piezas pertenecen a la segunda etapa, segunda mitad del siglo XII, en la que podemos distinguir la presencia en Villanueva de dos maestros distintos que trabajarían en el templo coetaneamente. Del siglo XI, primera etapa constructiva de Villanueva, conserva el templo una hermosa pila bautismal, hoy situada en el primer tramo de la nave norte. La pieza, considerada por Etelvina Fernández como un capitel reutilizado con fines bautismales, presenta forma cuadrangular en su parte superior y circular en la inferior, se apoya sobre un fuste cilíndrico totalmente liso. Sus cuatro caras aparecen decoradas con motivos zoomorfos, escenas de luchas entre animales, rematadas en la parte superior por una especie de ábaco donde se disponen vástagos ondulantes con hojas de varios tipos. Las escenas aquí representadas giran en torno a una misma temática, son luchas entre animales de la fauna local bien conocidos en el entorno. Pugnas entre un ciervo y dos cánidos, que nos recuerdan a las cacerías representadas en los frescos de San Baudelio de Casillas de Berlanga, de las que pueden ser contemporáneas. Peleas entre expresivos gallos de rico y cuidado plumaje, y pugnas entre caballos son las imágenes que podemos observar en esta pieza. La talla se trabaja en bajorrelieve, apreciándose el primitivismo formal. Aunque bien definidas anatómicamente, las figuras carecen de detalles por lo que, salvo en los gallos, la forma parece reducirse a una silueta. Hay, sin embargo, algunos atisbos preciosistas, como los dientes de los lobos, la lengua sedienta del ciervo que señala el agotamiento por la lucha y sobre todo los plumajes y cabezas de los gallos en los que se consigue un ingenuo realismo. Es ésta una pieza que tanto en cuestiones iconográficas como técnicas, formales y estéticas se relaciona con la cercana colegiata de San Pedro, construida también en el siglo XI. Paralelismos que también podemos establecer con los restos primitivos del monasterio de San Pelayo y la Torre Vieja de la catedral de Oviedo, así como la llamada pila visigótica de San Isidoro de León o, en ejemplos más alejados, con Leyre y el sur de Francia. También a este mismo período parecen pertenecer los dos capiteles de temática vegetal que actualmente coronan el orden superior de las gruesas columnas del primer tramo, así como el canecillo de cabeza zoomorfa que, reutilizado como capitel, se localiza en la antepenúltima semicolumna de la nave norte. Se trata de piezas sencillas que siguen los modelos del cercano templo de San Pedro. Correspondientes a la etapa del románico pleno, mediados del siglo XII, encontramos una serie de piezas en las que se podemos atisbar rasgos que demuestran la presencia en Villanueva de talleres bien cualificados. Los temas zoomórficos son los principales protagonistas de las escenas. Los animales, reales o fantásticos, mansos o salvajes, han sido, desde los inicios del arte, uno de los motivos más representados por el hombre; la religión cristiana les dio un sentido simbólico, los “utilizó” para representar las virtudes y los vicios, el pecado del hombre y su salvación. La fauna presente en Santa María es variada: encontramos animales reales, como leones, águilas, palomas y serpientes, al lado de seres fantásticos, tan característicos como las sirenas, los grifos y los centauros. Al lado de estas representaciones salidas de los bestiarios medievales encontramos algunas escenas donde el hombre es el protagonista, bien en su lucha con las fieras o en representaciones de escenas bíblicas. Los capiteles son el elemento más significativo de todo el conjunto, constituyen, tanto iconográfica como formalmente, uno de los mejores ejemplos de la escultura románica en Asturias, y enlazan directamente con los mejores ejemplos del románico español que, sin duda alguna, sirvieron a los artífices de la obra tevergana como modelos de primera mano. San Isidoro de León, San Martín de Frómista, la catedral de Compostela y a través de ellas los modelos del románico francés, dejaron su huella en numerosas obras del románico peninsular, y el templo del antiguo monasterio de Carzana es un buen ejemplo de ello. Dos son las manos que trabajaron en Villanueva, dos maestros o talleres de características formales bien diferenciadas, que hemos denominado como primero y segundo maestros de Villanueva. El primer maestro presenta una factura más tosca y menos realista que su compañero; se caracteriza por las texturas blandas, de gran plasticidad y suaves perfiles, unido a volúmenes redondeados y rotundos que evitan las aristas afiladas y presentan superficies lisas y pulidas, que dotan a las figuras de voluminosidad y fuerza expresiva. Son figuras de posiciones forzadas y poco realistas, marcadas por la frontalidad y el hieratismo. Las composiciones se desarrollan bajo grandes hojas, en ocasiones rematadas en volutas, entre las que asoman, a modo de florón, rostros humanos o de animales. Se trata de un tipo de composición que nos remite a ejemplos cántabros, como las colegiatas de Santillana, Elines y Cervatos, y a diversas escuelas francesas donde también es habitual la presencia de rostros entre caulículos. El relieve no adopta un gran desarrollo; casi siempre se trata de medio relieve, en el que todas las partes posteriores de las figuras quedan embebidas en la piedra y visible el fondo del capitel. Muestra gran pericia en el tratamiento de los motivos zoomorfos, donde los felinos y las aves son los principales protagonistas. Felinos de rasgos muy expresionistas y gran fuerza y empaque corporal, rotundidad volumétrica que, si bien hace fuertes a los leones, dota a las aves de gracilidad y elegancia, y se muestran como seres delicados y bellos. A su mano se deben siete canecillos y ocho de los capiteles que hoy se conservan en las naves de Villanueva; no es éste el lugar para un estudio detallado de cada una de las piezas, por lo que, a modo de ejemplo, nos remitiremos a tres de las más destacadas en las que se pueden ver las características generales del conjunto. La primera de estas piezas, en el segundo pilar de la nave norte, tiene por protagonistas al hombre y la bestia, la lucha entre las fuerzas de la naturaleza. El centro de la cesta la ocupa la figura en cuclillas de un hombre barbado, vestido con ricos ropajes de amplios y jugosos pliegues, que sostiene fuertemente con una soga a dos bestias que lo flanquean. Los animales presentan en sus cuerpos los rasgos propios del felino, con cuerpos robustos que cubren su pecho de mechones ensortijados, dando al animal el aspecto de fuerza y fiereza que lo caracteriza. Uno de los ejemplares presenta la cabeza con los rasgos propios de un felino, mostrando gran agresividad, mientras que su compañero sustituye los rasgos zoomorfos por una calavera de estructura ósea antropomorfa. Esta escena, con un esquema común el arte medieval, la identifica Etelvina Fernández con la Ascensión de Alejandro, mientras que nosotros preferimos identificarla como una representación del héroe mesopotámico Gilgamesh, el Señor de los Animales, quien, como el personaje de este capitel, trata de estrangular con todas sus fuerzas a las dos bestias que lo flanquean, tal y como lo hace en otros ejemplos románicos, entre los que destaca uno de los relieves de la tribuna de Serrabona en el Rosellón, donde, como en Villanueva, el héroe, también barbado y con gargantilla perlada en el pecho, está flanqueado por dos felinos, uno de ellos con cabeza humana. El siguiente capitel, en el primer pilar del lado de la Epístola, presenta una hermosa composición de líneas elegantes y delicadas, protagonizada por dos gráciles aves zancudas de largos cuellos, entrelazadas por serpientes que muerden un pez y flanqueadas por dos parejas de palomas que beben de un cáliz. Toda la composición, tratada en medio relieve, con formas volumétricas y redondeadas, está llena de gran armonía, belleza y lirismo. La lectura iconográfica que puede darse a la escena es variada, la profesora Soledad Álvarez, indica que lleva implícita un mensaje de salvación al hombre prudente y virtuoso. Las aves, identificadas con grullas, símbolo de la prudencia que vela por las demás virtudes del alma, se acompañan del socorrido tema de las palomas bebiendo de un cáliz, como almas alimentándose del fruto de la Redención, mientras que las serpientes, aquí alusivas a la Resurrección, aparecen comiendo el pez, símbolo de la regeneración y de Cristo. Otra posible lectura nos lleva a identificar el ave con la cigüeña, “enemigas de las serpientes, que son los pensamientos perversos”, o con el Ibis, la más sucia de todas las aves que se alimenta de carroña, peces muertos y serpientes que encuentra en las aguas más turbias y pestilentes. Simboliza al hombre hundido en los vicios, al miserable que goza pecando, y es incapaz de beber de las aguas puras, del saber de la Sagrada Escritura. Según esto, podemos pensar que el capitel de Villanueva representa el alma pecadora, que vive como el Ibis entre peces muertos y serpientes, y el alma justa, representada por las palomas, que tras conocer y entender las Sagradas Escrituras beben del fruto de la Redención. En la cara norte de este mismo pilar las representaciones animalísticas dan paso a la figura humana, una escena bíblica bien conocida en la plástica medieval, la Huida a Egipto, una pieza que, a tenor de la descripción dada por C. Miguel Vigil, antes de la tan mencionada restauración de principios del XX, formaba parte del desaparecido arco de triunfo. La escena, dispuesta en friso, la componen cinco personajes: ocupando toda la cara frontal, la figura femenina de la Virgen, con el Niño en brazos, cabalga a lomos de un caballo mientras atiende las indicaciones de un ángel, que, colocado en la esquina superior derecha, indica con el dedo la dirección que han de seguir los viajeros. En las caras laterales, dos figuras masculinas: San José, en posición de avance, agarra al caballo por las bridas para conducir a su familia a lugar seguro. A otro lado, con faldellín largo y el pecho descubierto, encontramos a San Pedro portando unos libros con la mano diestra y un juego de llaves dobles en la izquierda. La presencia del Príncipe de los Apóstoles no es común en esta escena, donde lo más habitual es que la Sagrada Familia, si viaja acompañada de algún otro miembro, lo haga de Santa Ana, caso que podemos ver en el relieve del Arca Santa de la catedral de Oviedo. Los rostros son de rasgos duros, con grandes ojos saltones, la nariz achatada y la boca ligeramente resaltada por medio de labios gruesos. En el tratamiento de los ropajes, aunque somero, se aprecia un cierto movimiento de las telas, con pliegues poco insinuados pero efectistas. En los volúmenes, muy redondeados, y las superficies lisas se aprecian las características de este maestro. De igual forma, y con similar tratamiento a los ejemplos vistos, se presentan los cinco capiteles restantes. En dos de ellos el protagonismo es de nuevo para el león, que con toda su carga simbólica y su ambivalencia de significados fue uno de los animales más representados en el mundo medieval. A su lado, nuevamente las aves, en este caso dos aves de perfil, con las alas plegadas y un gran desarrollo de la cola, que llevan entre sus garras un cuadrúpedo que han tomado como presa. Completando el universo animal de los Bestiarios, no podían faltar los seres fantásticos, dos pequeñas sirenas-ave que reposan sobre la cola de una gran serpiente o dragón. Obra también de la mano de este artífice es el único capitel de temática vegetal que se conserva, una composición habitual con grandes y gruesas hojas lanceoladas de las que penden frutos esféricos entre las que se asoma el rostro amenazante de un felino. La talla y factura de estas piezas remiten a obras de tierras leonesas con las que mantienen una vinculación estrecha. Salvando las cuestiones técnicas, se aprecian afinidades con San Isidoro de León y la catedral compostelana. Tallas como las que encontramos en los templos leoneses de San Esteban de Corullón, San Juan de Montealegre o San Andrés de Huerga de Garaballes se explican con características similares: gusto por los volúmenes redondeados, que siguen los flujos derivados de la colegiata leonesa de San Isidoro y que en la propia capital también encontramos en Santa María del Mercado. Cuerpos blandos y carnosos que, siguiendo la estela leonesa, se extienden a lo largo del Camino de Santiago, penetrando también en Asturias por diferentes vías. El segundo maestro que trabaja en el monasterio de Carzana presenta una técnica mucho más cuidada, más elaborada y llena de matices naturalistas. Buen conocedor de su oficio, consigue resultados cargados de preciosismo y refinamiento. Las formas, los volúmenes y hasta la expresión de las figuras están dotadas de mayor realismo. Las proporciones armónicas crean un conjunto de figuras con vida y movimiento. Los volúmenes, también redondeados, son aquí más pesados y consistentes, sin llegar a la sensación de blandura de las figuras anteriores. La talla alcanza importantes dimensiones, llegando en la mayoría de los casos a un altísimo relieve muy próximo al bulto redondo, con juegos de claroscuro muy acusados, quedando el fondo del capitel totalmente perdido de la vista. El tratamiento de las superficies se hace con gran naturalidad y sin prácticamente dejar espacios libres, las plumas o pelajes de los animales parece que se traten una a una, poniendo cuidado en la posición que va a ocupar cada una de ellas para tratar de darles las formas más cercanas a la realidad. Los rostros, dotados de una especie de chispa graciosa, parecen tener siempre expresiones amables, no llegando a la sequedad, austeridad e intimidación que consigue el primer maestro. En la cara, más bien alargada, encontramos ojos saltones y redondeados en los que, con una profunda incisión central, se marcan las pupilas; la nariz es recta y la boca, apenas señalada por una incisión un tanto arqueada, que le hace parecer más realista. Se complementa el tratamiento del rostro con los pómulos y la barbilla cuya variedad hace que se creen personajes un tanto individualizados. El cabello se parte en el centro y se señala con hondos surcos horizontales, mientras que en las barbas que llevan algunos de los personajes masculinos los surcos son verticales. En los ropajes apenas aparecen los pliegues señalados por pequeñas incisiones, lo que, sin embargo, no impide que las figuras tengan cierto movimiento, posiblemente creado por la pérdida de la frontalidad rigurosa que vimos en los ejemplos anteriores. Todas estas peculiaridades fisonómicas pueden verse en uno de los capiteles del segundo pilar de la nave norte, una pieza destacada, tanto por su temática como por el detallismo de la composición. Se representa aquí la Adoración de los Pastores, un episodio de la infancia de Cristo no muy habitual en el románico, pero que cuenta con algunos ejemplos aislados en Saint Pierre de Chauvigny, el claustro de la catedral de Tarragona o la iglesia zamorana de Santo Tomé. En la escena de Villanueva, bajo una gran palmera, se suceden, dispuestos en un friso que recorre las tres caras visibles del capitel, siete personajes conformando lo que parece una escena única. En la cara central aparece la escena principal, dos figuras sedentes y en posición frontal representan a San José y la Virgen con el niño en brazos, vestidos como los nobles medievales. El resto de la escena la componen cinco figuras, los Pastores, vestidos de forma diferente (túnicas cortas, capas con caperuza, brial, toca) y portando objetos a modo de ofrendas: una cesta repleta de frutos, un cubo de madera, una especie de garrafón, animales, etc. La variedad de los atuendos y las diferentes actitudes ayudan a crear un ambiente distendido y nada monótono. En conjunto se trata de una composición donde se combina la quietud y el movimiento para dar sentido a la escena. Mientras que la Sagrada Familia permanece en posición sedente, frontal e inmóvil, el resto de la escena denota movimiento; las figuras aparecen en posición de avance, dirigen sus pasos hacia la posición donde se encuentran los personajes principales y, una vez ante ellos, como se muestra en la escena, hacen una especie de reverencia y ofrecen el presente que portan. El resto de las representaciones ejecutadas por este maestro, cinco capiteles y dos canecillos, derivan todas ellas del bestiario medieval, aves y animales fantásticos en los que se alcanzan cotas de gran realismo. Las aves, águilas, palomas, búhos..., presentan cuerpos de proporciones armónicas y perfiles ovalados, cubiertos de un plumaje de gran realismo en el que, jugando con los diferentes grados de relieve y variando el tamaño de las plumas según su localización en el cuerpo del ave, se consigue un aspecto bastante naturalista. Los ojos, almendrados, con la cuenca ocular perfilada y la pupila señalada por una pequeña incisión, dan vida al animal. El águila, la reina de las aves, encarna para el cristiano la figura de Cristo, es signo de resurrección a través del bautismo y la redención de los pecados. En el arte románico su presencia es habitual en las diferentes manifestaciones artísticas. En este grupo de capiteles de Villanueva la encontramos representada en cuatro ocasiones, siendo de destacar el capitel superior de primer pilar de la nave norte, que presenta en su cara central un águila bicéfala en posición frontal con las alas extendidas, un ejemplar de gran plasticidad con un cuidado tratamiento del plumaje, un animal que se alza con majestuosidad y ligereza mostrando toda su fuerza. Lo acompañan en las caras laterales otros dos ejemplares de la misma especie, con menor desarrollo corporal, presentando en esta ocasión una sola cabeza y las alas explayadas. Similares características presenta el cuarto de los ejemplares de la especie que habita en el templo, situado en un capitel de la nave sur, compartiendo escena con dos grifos y un búho. Este grupo de águilas, como en general todas las piezas salidas de la mano de este maestro, encuentra su principal referente en los relieves de la iglesia zamorana de San Claudio de Olivares, con los que, como veremos, las similitudes son constantes tanto desde el punto de vista iconográfico como formal. También encontramos aves en el último capitel del lado del Evangelio, donde dos parejas de palomas afrontadas, en una disposición perfectamente regida por la simetría, que unen sus cabezas y sus picos, mientras apoyan una de sus patas en el collarino y elevan la otra para sujetar un racimo de frutas que parecen picotear. Fisonómicamente los cuatro ejemplares son iguales, un ave de tamaño medio y proporciones armónicas, “un pájaro sencillo, casto y hermoso”. El relieve de todo el conjunto es excelente, y la profundidad alcanzada por la talla, en ocasiones llegando al bulto redondo, crea unos magníficos juegos de claroscuro. Se trata de un motivo que, derivado de modelos orientales y paleocristianos, cuenta en el románico con numerosos ejemplos representando las almas de los buenos cristianos que alcanzan la gloria comiendo del fruto de la redención. Los seres fantásticos protagonizan las escenas de las tres últimas piezas, en la nave sur del templo, sirenas, onocentauros, grifos... seres pertenecientes al reino de los bestiarios medievales, híbridos cargados de un fuerte simbolismo cuya presencia en el arte es constante desde la antigüedad. El grifo, mitad león, mitad águila, es el protagonista de una de estas piezas, una composición en la que, como vimos, se acompaña de seres reales, el águila y el búho. Tiene este fantástico animal cuerpo de león, patas, alas y cabeza de águila, siguiendo así los modelos clásicos. Toda su superficie se cubre de plumas pequeñas y minuciosas. En el rostro, finamente tratado con menudas incisiones en toda su superficie, destaca el ojo, un óvalo almendrado con profunda incisión central, que llena al monstruo de vida. El lomo y las grupas, de león, sobre las que se enrosca la cola, tienen, al igual que el resto del cuerpo, toda su superficie grabada con finas incisiones que, aunque lejanamente, nos recuerdan la técnica utilizada por los tallistas de marfil y los modelos de la región francesa de Poitou-Saintonge. Son numerosos los ejemplos que podríamos citar como referentes para este modelo, sin embargo, son, una vez más, los grifos zamoranos de San Claudio de Olivares donde encontramos un referente más cercano. Las relaciones entre los dos modelos son claras, podríamos decir que en sus rasgos principales son idénticos, beben de la misma fuente. El significado de la escena, a propuesta de la profesora Soledad Álvarez, vendría a representar al grifo que, como símbolo de Salvación, consigue a través de su fuerza salvar al hombre, representado por el búho, ave negativa amante de las tinieblas, como los pecadores que huyen de la justicia. Seres fantásticos son también las dos sirenas y el centauro de la siguiente pieza, una de las más destacadas y hermosas del conjunto. Como en el caso de las anteriores composiciones, las figuras se sitúan bajo gruesas y jugosas hojas que enmarcan la composición. En la cara central una sirena-ave, de cuerpo de águila y cabeza humana, en posición frontal con las alas ligeramente explayadas, se toca con una especie de gorro frigio, símbolo de libertinaje. A su izquierda, otro híbrido surgido de la imaginación oriental: el centauro, mitad hombre, mitad caballo, o mejor podríamos decir onocentauro, ya que la parte inferior de su cuerpo, más que recordar a la del caballo, nos remite a un asno. En la parte opuesta, la sirena-pez, con cabeza y torso de mujer rematados por una larga cola de pez, un hermoso y atractivo ser que coquetamente acaricia la larga melena que le cae sobre el pecho. En los tres seres los rasgos faciales son similares con grandes ojos saltones, nariz recta y la boca pequeña marcada por una profunda incisión, rasgos que nos recuerda a los rostros de los personajes vistos en el capitel de la Adoración de los Pastores. Los centauros y las sirenas, en su doble versión pez y ave, fueron los seres fantásticos que gozaron de mayor protagonismo en las representaciones románicas y compartiendo un mismo significado como símbolo del engaño, de los placeres mundanos, de la vanidad, la lujuria y, en definitiva, como símbolo del pecado. Los modelos que aquí tenemos nos remiten nuevamente a la iglesia zamorana de San Claudio de Olivares, siendo evidente a simple vista que se trata de modelos surgidos de un tronco común, tanto formal como iconográficamente, siendo las diferencias entre las imágenes de uno y otro templo mínimas y de carácter anecdótico. Finalmente, hemos de hacer referencia a una escena de difícil interpretación protagonizada por dos parejas de un extraño ser con cuerpo humano vestido con calzón corto y “camisa”, cabeza de pájaro, con gran pico, y pies palmípedos. Se disponen, sedentes, a ambos lados de un árbol del que recogen y picotean grandes frutos. Una imagen controvertida, cuya aproximación iconográfica más cercana la podemos encontrar en una ilustración del MS.Cotton Tiberius de la Brithis Library de Londres, fechada en el siglo XI, donde aparece un hombre con cabeza de perro que come los frutos que coge de un árbol. Imágenes que pueden ponerse en relación con alguno de los hombres- monstruos, habitantes de distintas partes de la Tierra, que desde la Antigüedad aparecen en diferentes relatos o, como indica Álvarez Martínez, con el árbol de la “Bernacha” del que nacen aves y caen una vez maduras. Al observar la técnica, formas y repertorios de este maestro tenemos que remitirnos a tierras castellanas, volviéndonos a situar en los entornos de San Isidoro de León y la catedral de Santiago, es decir, en el camino de peregrinación y, en este caso concreto, en Zamora, donde encontramos el referente más inmediato para este grupo de capiteles: la iglesia de San Claudio de Olivares. Las similitudes entre las piezas de ambos templos son innegables, sin que podamos asegurar quién es el modelo de quién o quizás se trate de obras contemporáneas salidas de un mismo tronco común. Ya la profesora Etelvina Fernández hablo del paralelismo existente entre las piezas de las sirenas y los centauros con otras semejantes que se encuentran en Zamora, y apuntó la posibilidad de que nos hallemos ante obras del mismo taller o incluso de la misma mano. La presencia del mismo taller parece más que evidente, sin embargo no podemos asegurar que sean obra de la misma mano, ya que existen ligeras diferencias entre los dos conjuntos. Si bien los modelos iconográficos son muy similares, por no decir idénticos, lo que se comprueba principalmente en las figuras de las águilas, los grifos, las sirenas, en su doble versión, y el centauro. En los aspectos formales, las figuras de San Claudio, en líneas generales, son más esbeltas, más altas y delgadas que las de Villanueva, donde, sin romper la armonía de las proporciones, presentan un canon más corto. El tratamiento del plumaje, los rostros, las superficies... sigue los mismos modelos y formas, alcanzando los de Villanueva un mayor grado de naturalidad. Completado el capítulo escultórico de Villanueva, debemos hacer mención a los siete canecillos, dispuestos hoy a lo largo de la cornisa del la fachada norte, que responden a las características técnicas y estéticas del primer maestro. Se representa en ellos mascaras humanas y zoomorfas de rasgos expresionistas, junto a motivos geométricos y vegetales, en fórmulas muy repetidas en este tipo de piezas. También canecillos, en este caso atribuibles al segundo maestro, son las dos piezas que, unidas, se reutilizaron como capitel en la antepenúltima columna de la nave Sur. Uno de los canes da abrigo a la figura de un ave con la cabeza entre las piernas, mientras que a su lado, en la otra pieza, la figura de perfil de un cérvido se eleva para comer de unas hojas. A estas piezas hay que unir restos de cornisas ajedrezadas en la cabecera y parte superior de los pilares circulares de entrada al templo. La pequeña figurilla incrustada en el muro exterior de la sacristía, se trata de un rostro de rasgos zoomorfos amables, compuesto por volúmenes redondeados muy pronunciados. Y fuera del perímetro de la iglesia, incrustada en la pared del denominado Palacio, una pieza que parece representar la cabeza de un hombre barbado y de largos cabellos, que Zarracina Valcárcel ha identificado como un Pantocrátor. En conclusión, podemos decir que el templo de Santa María de Villanueva conserva de su período románico restos pertenecientes de dos campañas constructivas, la primera en el siglo XI y la segunda datada a mediados del siglo XII. Un tiempo en que se debe destacar la vinculación de la institución religiosa de Villanueva con personajes pertenecientes a la misma estirpe familiar, entre los que destacan la infanta Cristina y el conde Pedro Alfonso, pertenecientes a la alta nobleza astur-leonesa y a los círculos cortesanos. La relación del templo de Carzana con este núcleo familiar y su proximidad con la vía de la Mesa, importante punto de comunicación entre Asturias y la Meseta, puede haber favorecido la presencia en Teverga de talleres de fuerte vinculación castellano-leonesa, ya que, como vimos, las soluciones formales, técnicas e iconográficas de los relieves monumentales de la iglesia se relacionan directamente con obras del románico castellano. El gran realismo, la calidad técnica y plástica, así como las formas iconográficas y estéticas, de los dos maestros que trabajan en Villanueva a mediados del siglo XII, son claramente dependientes de los talleres derivados de San Isidoro de León y del maestro que trabaja en la iglesia zamorana de San Claudio de Olivares; constituyendo una de las muestras más destacadas de la plástica románica en Asturias.