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Inscripción funcional, siglo X

Identificador
24415_02_012
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
42º 26' 47.73'' , -6º 34' 16.15''
Idioma
Autor
Jaime Nuño González
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)

 

País
España
Edificio (Relación)

Monasterio de San Pedro de Montes

Localidad
Montes de Valdueza
Municipio
Ponferrada
Provincia
León
Comunidad
Castilla y León
País
España
Descripción
EL MONASTERIO SE ASIENTA sobre una pronunciada pendiente de la ladera orientada al sur y salvo la iglesia el resto de dependencias se encuentran en un lamentable estado de ruina, por lo que su acceso es restringido. A la espera de tiempos mejores -ya que existe un proyecto de rehabilitación y restauración para el conjunto- el templo tan sólo se abre al culto el día de Pentecostés y en la festividad de San Pedro. A pesar del desolado aspecto que ofrece hoy en día, el monasterium de San Pedro y San Pablo de Montes -que ésta fue su primitiva advocación- no podemos olvidar que desde que lo fundara hacia el 646 el godo Fructuoso (posteriormente obispo de Braga) fue uno de los centros espirituales más importantes de la Península. Una losa de mármol situada junto a la puerta que comunicaba la iglesia con el claustro, concretamente empotrada en un contrafuerte, resume con caracteres epigráficos del siglo X y en unas pocas líneas los orígenes del cenobio desde su nacimiento como simple oratorio, relatando quién fue su fundador, sus restauradores (Genadio y un grupo de doce monjes procedentes del monasterio de Ageo -localizado en Ayoó de Vidriales, provincia de Zamora- allá por el año 895, según el “Testamento” de San Genadio datada en el 919) e insignes habitantes así como la reconsagración de una iglesia ya restaurada -que, evidentemente, no es la que hoy se conserva- en el 919. Un singular testimonio que, aunque carente de preciosismo lingüístico y materializado posiblemente a partir de 940, destaca por ser uno de los escasos restos epigráficos conservados en la península Ibérica pertenecientes a estos primeros siglos de nuestra Edad Media. Traducida, su narratio -redactada en un rudo latín- viene a decir lo siguiente: INSIGNE MERITUS BEATUS FRUCTUOSUS POSTQUAM COMPLUTENSE CONDIDIT / CENOBIUM ET (nom)INE S(an)C(T)I PETRI BREVI OPERE IN / HOC LOCO FECIT ORATORIUM / POST QUEM NON IMPAR MERITIS / VALERIUS S(an)C(tu)S OPUS AECLESIA DILATABIT / NOBISSIME GENNADIUS PR(e)SB(i)T(e)R CUM XII FR(atr)IBUS RESTAURABIT ERA DCCCCXXXIII / PONTIFEX EFECTUS A FUNDAMENTIS MIRIFICE UT CERNITUR DENUO EREXIT / NON OPPRESIONE VULGI SED LARGITATE PRETII ET SUDORE FRATRUM HUIUS MONASTERII / CONSECRATUM E(st) HOC TEMPLU(m) AB EPISCOPUS IIII GENNADIO ASTORICENSE SABARICO / DUMIENSE FRUNIMIO LEGIONENSE ET DULCIDIO SALMANTICENSE SUB ERA / NOBIES CENTENA DECIES QUINA TERNA ET QUATERNA VIIII KALENDARUM NOBEMBRUM. “El bienaventurado Fructuoso, insigne en méritos, después de fundar el cenobio Complutense, hizo también un pequeño oratorio en este lugar, con nombre de San Pedro. Después de ello, el no inferior en méritos y santo Valerio amplió el edificio de esta iglesia. Modernamente el presbítero Genadio, con doce hermanos, la restauró en el 895. Una vez hecho obispo, la erigió de nuevo desde sus cimientos admirablemente como se observa no mediante opresión del pueblo, sino con gran costo y sudor de los hermanos de este monasterio. Fue consagrado este templo por cuatro obispos, Genadio de Astorga, Sabarico de Dumio, Frunimio de León y Dulcidio de Salamanca, a nueve días de las kalendas de noviembre de la era 957 (24 de octubre de 919)”. Demasiados siglos de historia (desconocida durante los años 695-895) como para tratar de resumirlos en las pocas líneas de que aquí disponemos, y mucho menos para entrar en la polémica establecida en torno a la observancia o no en el cenobio de la Regula Sancti Benedicti a partir de la designación abacial del monje Genadio, allá por el 895. Hablamos de un monasterio emplazado en la que se ha denominado “ Tebaida Española” -en recuerdo de aquella zona de Egipto, Tebas, en la que surgió el movimiento cenobítico- y rodeado por multitud de cuevas que durante muchos siglos acogieron multitud de solitarios (monachos) - ermitaños (eremitae) y anacoretas (anacoretae) principalmente- que, buscando el retiro más absoluto, renegaban de los tumultos y del ajetreo mundano. Ascetas, monjes, obispos (San Fructuoso, San Valerio y San Genadio) ligados a esa tradición espiritual que se encuentra a mitad de camino entre el cenobitismo -la vida en común- y el eremitismo, o vida en soledad, fueron los que dieron vida al monasterio durante los muchos siglos de su existencia. De aquella primera época (siglos VI-X) la localidad de Montes de Valdueza todavía conserva algunos restos decorativos (relieves e inscripciones), ahora empotrados en una pequeña ermita construida por los monjes de San Pedro en 1723 sobre una escarpada roca a la entrada del pueblo, muy cerca del emplazamiento que la tradición otorga a una pequeña edificación que, dedicada a la Santa Cruz y San Pantaleón, erigida por Saturnino, discípulo de San Valerio, y consagrada en el siglo VII por el obispo de la diócesis de Astorga, Aurelio, y sobre la que, a su vez, se erigió otra a principios del siglo X (905). Y no cabe duda de que uno de los momentos más conflictivos en la historia del cenobio tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XI, entre los años 1068 y 1097, momento en el que al coexistir dos abades en la comunidad se abre un cisma que rompe con la añeja estabilidad establecida por las viejas reglas monásticas imperantes hasta entonces (principalmente la fructuosiana y la Communis); una situación que vino propiciada por la imperiosa necesidad regia por parte de Alfonso VI (1065-1109) -propiciada por las incontestables presiones papales de Gregorio VII (1073-1085)- de introducir la nueva re f o rma gregoriana, el nuevo ordo romano. Diversos autores, entre los que se encuentran Quintan a Prieto y Durany Castrillo, han constatado cómo en torno al año 1068 se produjo un cisma en la comunidad de Montes que llevó a la irregular coexistencia temporal de dos abades y cómo dicha ruptura no se resolverá hasta casi treinta años después. Tradicionalistas y reformistas lucharán -a veces puede que con inusitada violencia física, pues un documento de 1106 recogido por Antonio Linage relata como Rodrigo Buisañez, un monje-sacerdote de Montes, fue brutalmente agredido por los monjes “conservadores “ cuando, después de realizar un viaje a Roma, intentó reintegrarse a la comunidad- por la supervivencia de las viejas costumbres los primeros y por la observancia exclusiva de la Regula Sancti Benedicti los segundos; unos, los tradicionalistas, contando con el apoyo (más moral que efectivo) de Pedro Nuñez, prelado astorgano (1066-1080) que tras haber sido depuesto de su sede por Alfonso VI -como castigo a su abierta oposición a la política reformista y procluniacense del monarca- eligió San Pedro y San Pablo de Montes como lugar de destierro y otros, los reformistas o renovadores, con la incondicional ayuda del rey, que mostraba un inusitado interés por introducir a toda costa la reforma en Montes sin duda por el importante papel que esta casa desempeñaba en la comarca berciana y por tratarse de un baluarte de la tradición monástica hispana, muy superior al de otros monasterios leoneses en los que habiendo tenido lugar conflictos muy similares (duplicidad abacial y división de la comunidad) durante la segunda mitad del siglo X I (el de los Santos Cosme y Damián de Abellar [1082-1084]; San Pedro de Eslonza [1077-1099] o San Benito de Sahagún [1079-1080] entre otros), éstos no trajeron consigo tan drásticas y traumáticas soluciones. Introducir la reforma en Montes, pensaría Alfonso VI, era el primer paso a dar, y fundamental, para la renovación cenobítica berciana, y por extensión, en la parte leonesa de su reino. A pesar del avance de los siglos, el monasterium Ruphianense (denominado así en tiempos de San Fructuoso por alzarse muy cerca del Castro Ruphiano) o de San Pedro y San Pablo (doble advocación presente en dos documentos de dudosa autenticidad, el primero datado en el 896 y el segundo en el 898, pero sin menos dudas en otro documento de 923) todavía permanecía en pie en el siglo XVII, siendo entonces -en palabras del cronista benedictino fray Antonio de Yepes- “rico y de muchas rentas y favores de reyes y pontífices...”; y así, alternando épocas de mayor esplendor con momentos de decadencia y conflictividad, subsistió hasta que fue abandonado por la reducida comunidad que lo habitaba entre los años 1820 y 1834. Este hecho y la tristemente famosa desamortización de Mendizábal de 1835 favoreció sin duda su ruina. Abandonado ya el monasterio y motivado por un lamentable descuido (que probablemente se habría evitado de no haberse utilizado el cenobio como almacén de maderas), sufrió un incendio en 1842 que destruyó la casi totalidad de sus dependencias, causante directo del aspecto desolado a la par que romántico que hoy en día presentan sus ruinas y los restos del muro o cerca monástica que lo rodeó durante un período de su historia. Ruina arquitectónica que no ambiental pues el entorno en el que se ubica sigue siendo como entonces un vergel, aunque sin duda distinto al que nos describía San Valerio a mediados del siglo VII. Salvo la actual iglesia el resto del conjunto cenobítico se encuentra en un lamentable estado de conservación. Debido a condicionantes topográficos, a las múltiples ampliaciones sufridas y a los incendios acaecidos, los pocos restos de dependencias monásticas conservadas configuran una planta un tanto irregular y difícil de precisión. Al sur de la iglesia, situada al norte del conjunto, aparece un claustro que posteriormente fue ampliado con otro en la parte oriental, ambos utilizados en la actualidad como huerta; al este de la iglesia todavía pueden reconocerse, a pesar de encontrarse totalmente arruinadas y prácticamente hundidas, la cocina y el sótano de lo que, en otros tiempos, fue bodega. A excepción de la neoclásica fachada actual de sillería caliza muy bien escuadrada (añadida en 1756), la fábrica del templo -”logogrifo artístico” lo denominó Gómez- Moreno- se erigió con sillería irregular. En dicha fachada una hornacina rematada por un frontón curvo cobija la imagen del santo titular, San Pedro. El edificio presenta una tipología planimétrica muy común entre las iglesias monásticas: basilical, de tres naves, transepto o nave transversal no acusada en planta y cabecera triabsidal escalonada, sobresaliendo el central sobre unos absidiolos laterales ligeramente retranqueados. Cada una de las naves se divide en tres tramos, siendo la central más ancha que las laterales y todas cubiertas con cañón -ligeramente peraltado en la central sobre imposta achaflanada- reforzado por fajones. Sobre el arco triunfal central un gran óculo lobulado ilumina el interior del templo con la ayuda de otros dos más sencillos abiertos en los laterales y de los vanos rectangulares situados en los muros norte y sur del edificio. Los dos tramos occidentales de la nave central se subdividen a su vez, a nivel de cubiertas, en otros dos tramos mediante arcos fajones que -restaurados en 1962- descansan sobre sencillas ménsulas. Estos arcos fueron macizados en las naves laterales con otros arcos inferiores de medio punto y doblados en la nave norte y, entre ambos, se abrieron vanos circulares más sencillos. A los pies de la nave sur se adosa un pequeño espacio a modo de baptisterio y a los pies de la norte una torrecampanario de planta cuadrangular (de 7 m de lado) y gruesos muros (de 1,30 m de espesor) de mampostería de pizarra reforzada por sillares irregulares de piedra toba y calizos en las esquinas que se articula exteriormente y sólo en su fachada occidental en cuatro pisos incluido el campanario, dos de ellos abovedados con cañón; y decimos exteriormente porque al interior son cuerpos independientes: en el más inferior, utilizado como osario se abre un estrecho vano de medio punto en forma de saetera; a continuación otro arco de medio punto, bajo arco de descarga de ladrillo, sobre jambas de sillería; en el tercero un arco geminado de medio punto con restos de molduración en su rosca y, por último, en el cuerpo del campanario -separado de los anteriores por una sencilla moldura- se abre un doble vano de medio punto y arcos doblados con salmer único sobre columnas. En su fachada occidental se abren, en los dos inferiores una saetera y un vano geminado respectivamente; en el tercero -separado del anterior por una moldura o imposta corrida de chaflán y rematado por una especie de alero que apoya sobre sencillos canecillos de nacela- se abren vanos geminados de medio punto sobre pilastras y columnas adosadas en tres de sus lados (en el caso de los occidentales, doblados y conservando únicamente su columna central a modo de mainel). Rematada por un chapitel sobre falsa cúpula la torre conserva en su interior diversos restos (columnas con sus respectivos capiteles y basas) de los edificios que precedieron al actual, datados entre los siglos VII y X, lo que tal vez pudiera indicar -unido a su material de construcción a base de lajas de pizarra reforzada por sillares en las esquinas- una cronología más temprana, al menos de los tramos inferiores. Por su parte la triple cabecera, con el espacio absidal central de mayor anchura y profundidad, presenta un tramo recto cubierto con cañón y tambor semicircular -cubierto con cuarto de esfera con nervaduras sobre ménsulas el central y lisas los laterales- también al exterior, si bien es cierto que en la actualidad una serie de dependencias (casa rectoral) impiden su visualización. Al interior se encuentran también parcialmente ocultos por retablos, vislumbrándose en el central uno de los tres sencillos ventanales de medio punto y doble derrame que se abren en su paramento semicircular, único en los absidiolos laterales. Además del acceso que existió en el muro septentrional del transepto (con restos todavía visibles de tejadillo) el edificio presenta en la actualidad otros tres más: uno en la fachada occidental, otro abierto en el muro meridional del transepto que comunicaría el templo con el claustro y un último en el muro norte de las construcciones añadidas, que comunica con el coro alto que se encuentra a los pies del templo. En este último espacio se conserva, en lamentable estado por cierto, una sillería en cuyos respaldos aparecen representados personajes relevantes para la historia del monasterio como fueron San Fructuoso, San Valerio, San Genadio, etc. Dicha sillería fue realizada en tiempos del abad Genadio del Olivar (1686-1689). A esta estructura se añadieron, a partir de 1750 y durante todo el siglo XIX, varias dependencias, sobre todo al sur de la cabecera en donde encontramos el “Camarín de la Vi rgen de la Quiana” y la sacristía, ambas de planta cuadrada. Será en el apartado de los soportes en el que encontramos uno de los rasgos más singulares pero no en los del arco triunfal, sobre dos columnas adosadas, sino en los cuatro pilares circulares con mochetas cortadas a bisel que soportan la descarga de la cubierta y articulan los tramos de las naves. Su presencia en la arquitectura peninsular de estos momentos es más bien escasa y se relaciona con influencias de edificios borgoñones. No obstante lo más probable es que éstos sustituyeran, en el siglo XVIII, a las pilastras originales, todavía visibles parcialmente en su parte superior. Una vez analizado el conjunto, podemos ofrecer una secuencia constructiva más o menos aproximada, tanto de la iglesia como del resto de las dependencias. La primera fase constructiva de la actual iglesia abacial hay que datarla a partir de la segunda mitad del siglo XII y a lo largo del XIII. Documentos fechados en 1164 y 1243 hablan de distintas obras realizadas en el edificio: en la primera, efectuada bajo el mandato del abad Munio (1164- 1166), se erige parte del mismo, mientras que la segunda (durante el abadiato de Juan Fernández, 1228-1252) se realiza una reconstrucción o reedificación debido al derrumbe del edificio erigido en 1164. Viajeros de los siglos XVI y XVII llegaron a ver el epitafio de un tal Vivianus que consideraron arquitecto de la época de San Genadio (siglo X), y que, reproducido por Flórez a finales del siglo XVIII, decía así: QUEM ( t )EGIT H(ic) PARIES / DICTUS FUIT HIC VI(vianus) / SIT D(eu)S HU(i)C RE(quie)S / ANGE(licaeque) MAN(u)S / IS(te) MAG(iste)R ERAT / (et) CON(dito)R (a)ECCLE(si)ARUM / UN(u)C : IN EI(s) SPE(r)AT / (qui) P(r)ECES PO(s)CIT EARU(m). “Se llamó Viviano, este a quien cubre esta pared. Dios y las manos de los ángeles sean su descanso. Ese era maestro y constructor de iglesias. Ahora espera en ellas, el que pide sus oraciones”. Actualmente, y tras haber permanecido depositado muchos años en el archivo de dicho monasterio -lugar al que llegó después de la construcción de la actual fachada (1753)- este epígrafe se encuentra, como tantas otras inscripciones altomedievales, en paradero desconocido. Aunque en un principio se afirmó que Viviano fue el responsable de la edificación de la iglesia consagrada en el 919, todo parece indicar que dicho magister -enterrado, según García de la Foz, en el extraño nicho abierto en el ángulo noroeste de la nave del evangelio, junto a la puerta que da acceso a la torre- trabajó en la segunda mitad del siglo XII o principios del XIII. Como dijera Gómez-Moreno, tanto la paleografía como su redacción datan el epitafio en esas fechas, siendo obra personal y hecha en vida, lo que explicaría la ausencia de fecha. Todo parece indicar por tanto que este Viviano fue el arquitecto o maestro constructor (¿un monje?) que dirigió la erección de la iglesia que ahora contemplamos, levantada con una "incipiente estética cisterciense..." en la que predominan arcos apuntados y capiteles lisos. Ya en unos momentos muy posteriores (siglos XVII-XVIII) se llevarían a cabo el reforzamiento de los pilares de la iglesia y la construcción de la actual fachada, camarín y sacristía (siendo abad Genadio de Olivar entre 1673-1681 y 1693-1697). También se erigirían el claustro meridional y diversas dependencias y habitaciones. Fray Joaquín Herrezuelo -abad de Montes autor de una documentada historia del cenobio- afirma que en 1753, en tiempos de uno de sus predecesores, el abad Manuel Amigo (1753-1756), se “alargó la iglesia monasterial e hizo nueva fachada...”, para lo que demolió el atrio antiguo, donde había una sepultura del primer maestro de obras (con lo que se cuestiona seriamente la hipótesis de García de la Foz). Las obras corrieron a cargo de fray Benito Quintero, monje de Eslonza, que “las ajustó en 27.000 reales...”. En el siglo XIX se sabe que fue encargado otro claustro, evidentemente antes de la exclaustración de 1835. Como hemos dicho, actualmente el conjunto del monasterio, incluida la iglesia, se encuentra en un lamentable estado de abandono, utilizándose sus claustros como zona de cultivo, y por tanto de eminente ruina. Incendios como los ya mencionados, robos -como el efectuado en noviembre de 1982 y que motivó que se cegase la puerta meridional- y otras atrocidades hacen que peligre seriamente la existencia de este cenobio, declarado Monumento Histórico Artístico el 3 de junio de 1931 (Gaceta de 4 de junio). Abandonado por falta de presupuesto el proyecto de restauración y rehabilitación planteado en 1983, sus ruinas siguen esperando y necesitando una intervención arqueológica que potencie su recuperación y evite su desaparición, máxime cuando hace poco tiempo “ciertos trabajos de limpieza realizados por un grupo de especialistas han sacado a la luz en la zona del ‘claustro de los arcos´ una escalera en piedra por la que los monjes accedían a dependencias inferiores ... “, como nos informan Calvo y Lobo. Si alguien no lo remedia dentro de no muchos años San Pedro de Montes será, para generaciones futuras, un mero recuerdo, un resplandor pasado reducido a informes paredones. Aspectos como la aparición de nervaduras en las cubiertas absidales, la existencia de amplios tramos presbiteriales, la presencia de vanos circulares (como en Carracedo) o el sistema poitevino de iluminación hacen que María Concepción Cosmen -junto con Martínez Fuertes y Jose María Luengo- lo sitúe “en fechas tardías dentro del románico...”, en pleno siglo XIII. Si hablamos en primer lugar de las portadas hemos de destacar como del siglo XII la que comunicaba el claustro y la iglesia, abierta por tanto en el muro sur, en el tramo que antecede a las capillas; apenas perceptible desde el interior, presenta una gran sobriedad y sencillez y está compuesta por un arco de medio punto sobre columnas acodilladas con capiteles de fina talla y decoración fitomórfica a base de carnosas, pero a la vez estilizadas, hojas de acanto sobre astrágalo sogueado de raigambre prerrománica que vueltas hacia el exterior volvemos a encontrar en los capiteles de las columnas ubicadas en el último cuerpo de la torre, en el que las cornisas apoyan sobre canecillos, unas veces lisos otras de rollos; una decoración que se vuelve a repetir en su línea de imposta. Posiblemente esta portada estuviera guarnecida por un tejaroz sobre canecillos con motivos geométricos, tal y como se conservan en el lado norte. José María Luengo hablaba de una portada occidental “sencilla con columnas en jambas acodilladas...” hoy ya desaparecida. En el interior las basas de las columnas del arco triunfal se ornamentan con garras en forma de apomados, mientras que unos capiteles de acanto -con sogueados astrágalos o bien cubiertos de palmetas- decoran sus cestas con un doble piso de hojas carnosas y nervios muy acentuados y remarcados, bordes superiores en voluta y caulículos hacia los ángulos. PILA DE AGUA BENDITA Junto al muro meridional del ábside sur encontramos reaprovechado como pila de agua bendita, un fragmento (34 x 16 cm) -de capitel perteneciente a una pilastra- que por su tipo de decoración (palmetas talladas a bisel en torno a un vástago central) que muy bien pudiera ser contemporáneo de las columnas que veíamos en la torre, ya que para Cosmen, formaría parte de una imposta del edificio reestructurado en 1164, es decir, del edificio altomedieval. IMAGINERÍA Entre los muchos tesoros que todavía se custodian en el templo tras el expolio sufrido el 18 de noviembre de 1982 (que supuso la desaparición, entre otras piezas, de una imagen de San Genadio y algunas piezas de orf e b rería) se encue ntra una talla de madera policromada datada en los siglos XII-XIII. Representa a Cristo (60 x 30 x 30 cm) sentado sobre un trono sin respaldo, ataviado con manto y túnica bajo la que asoman los pies descalzos. En su mano izquierda porta un libro cerrado mientras que con la diestra bendice. Se encuentra en tan mal estado de conservación que apenas resulta visible su policromía original.