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Bóveda del presbiterio

Identificador
49800_01_397
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
41º 31' 17.27'' , -5º 23' 48.97''
Idioma
Autor
Pedro Luis Huerta Huerta
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)

 

País
España
Edificio (Relación)

Iglesia de San Salvador de los Caballeros

Localidad
Toro
Provincia
Zamora
Comunidad
Castilla y León
País
España
Descripción
SE ENCUENTRA SITUADA en una pequeña plaza a la que da nombre, hacia la zona noroccidental del primer recinto amurallado y cerca de la puerta abierta en la confluencia de la calle de la Judería, ronda exterior de aquél, y del vial de Mojalbarda, cuyo trazado radial dentro del ensanche del siglo XII fue determinado por aquel acceso. Una bula de Alejandro III acredita que a mediados del siglo XII poseían los templarios en este sitio una casa con iglesia de la misma advocación, que reconstruirían, aunque no en su totalidad, en los primeros años de la centuria siguiente, según autorizan a creer los rasgos formales que definen al monumento actual y lo hermanan con la ermita de Nuestra Señora de la Vega, también en Toro, consagrada en 1208. El recuerdo de haber pertenecido a dicha orden, que poseyó al menos otras dos iglesias en esta ciudad, las desaparecidas de Santa María del Templo y Santa María la Nueva, se mantenía vivo en el siglo XVII, de cuando datan las armas de la misma y los textos grabados en dos lápidas ubicadas en la fachada meridional y en la nave central, y lo perpetúa el sobrenombre “de los caballeros”, pese a que nos consta que ya en 1309 la regentaba el clero secular, tres años antes de que Clemente V extinguiera aquella orden religioso-militar. La planta se adaptó al esquema basilical de tres naves con otras tantas capillas o tramos rectos presbiteriales, que decrecen en altura respecto a ellas, y sus correspondientes ábsides semicilíndricos, algo más reducidos en lo ancho y alto, según norma. Esta organización fue parcialmente estorbada por la preexistencia de un macizo y enorme torreón de base rectangular que formó parte del templo anterior y forzó a reducir la nave septentrional a un solo tramo, obligando, además, a girar apreciablemente los ejes de las otras naves hacia mediodía y a acortar los tramos de las mismas, pues tal torre está implantada al norte, a haces con el hastial y rebasando la línea exterior de la reducida fachada de la nave septentrional. Desmochada a la altura de éste, se ha mantenido sin retoques, dentro del templo reedificado, la mayor parte de su alzado oriental, certificándonos que su aparejo era a fundamentis de robustos machones de ladrillo y de tapias intermedias de hormigón de cal y canto rodado, sobrepuestas sin rafas o “agujadas”, según vemos en la muralla del segundo recinto y a diferencia, en lo que toca a la falta de tales elementos conjuntivos, de la fábrica de la torre del Santo Sepulcro, coincidente en lo demás. Además, en lo alto del mismo paño se conserva la única muestra de su decoración de estirpe románica, un par de ventanas ciegas, gemelas, en un paño de ladrillo, con arcos sencillos, sin impostas y cuyo apuntamiento induce a suponer que se ejecutaron en la segunda mitad del siglo XII. Su cara meridional fue completamente revestida de ladrillo al rehacer el templo, y ello con la intención loable de dinamizar el macizo fingiendo en él una composición ritmada por pilares y formeros en correspondencia con la del lado frontero de la nave central; en la zona correspondiente al tramo medial, más corto que los otros, se dispuso un nicho que repite la traza del formero inmediato, aunque a menor escala, y, como va recuadrado a igual altura, se palió el efecto óptico de desigualdad sumando un friso de esquinillas y otro de sardineles a los tres que decoraban el paño mural sobrepuesto al trasdós del arco contiguo; en el trecho postrero la dureza del aparejo de la torre los hizo desistir del empeño y se limitaron a componer el paño practicando en su mitad superior tres arcos ciegos sin dobladura y un revestimiento liso en la parte baja. Allí se abre la puerta de acceso al campanario, de arco agudo, sin impostas, trasdosado por doble friso de esquinillas y recuadrado por los quiebros resultantes de hallarse remetido respecto al haz del muro y por una banda de sardineles. La escalera se desarrolla en tramadas desiguales en torno a un machón central, abovedándose con cañones apuntados y escalonados. El pronunciado talud del alzado septentrional de esta torre es, a todas luces, efecto de un refuerzo que le propinaron más tarde, engrosando con mampostería y lajas de caliza de la Terciaria la zona del zócalo y parte de las esquinas y vistiendo de ladrillo las tapias erosionadas. Por fuera la cabecera es una de las expresiones cimeras del mudéjar castellano-leonés. La plena cohesión de los volúmenes semicilíndricos de los tres ábsides deriva de su yuxtaposición sin elementos intermedios, de la identidad de aparejos y módulos y recursos compositivos y de la secuencia invariada de arquerías a medio punto y tramo único, ciegas y dobladas, que las dinamizan, imprimiéndoles una tensión ascensional y una esbeltez más equiparables a los efectos plásticos del nuevo estilo gótico que a los del románico. Los tratamientos uniformes de las aspilleras, abiertas en la misma línea, incrementan la plasticidad del conjunto, consecuencia de su composición diáfana y de la amenidad aportada por la variedad de combinaciones del ladrillo y por los contrastes cromáticos de éste y del mortero de cal y arena con que lo llaguearon y revocaron las enjutas y los fondos de las arquerías. Éstas arrancan de zócalos que en los ábsides fueron conformados por dos órdenes de sardineles dispuestos entre dobles hiladas de ladrillo. Contra lo que algunos autores vienen afirmando, la sillería de la base, del meridional y de la parte contigua del central, sin marcas de canteros, no es original, sino efecto de un socalzo tardío que aplicaron también al hastial de poniente, según hemos confirmado al ejecutar recientemente cámaras bufas perimetrales de saneamiento, y a una actuación idéntica responde la base pétrea del ábside de San Lorenzo el Real, documentada en el siglo XVII y evidenciada por el actual rebaje del nivel del suelo de su entorno. La yuxtaposición de los ábsides y la modulación regular de sus arquerías ciegas obligaron a disimular la falta de superficie en los menores simplificando las tangentes al central. Los coronamientos de los tres se inician enrasados a la misma altura, lo que acentúa la recomendable cohesión del grupo; los integran, en los laterales, un friso a sardinel, otro de doble esquinilla, siempre delineados entre dos hiladas, y un tejaroz constituido por cornisa de nacela y cuatro hiladas voladas en saledizo; el empaque y esbelto realce del central deriva de que incorpora otras dos secuencias de sardineles y potencia con tres series de piezas el friso de esquinillas. Su elegante traza los aproxima a los ábsides de San Pedro del Olmo y de la ermita de la Vega, en la propia ciudad, ambos gemelos como si fueran obras del mismo maestro, pero no cabe hablar de identidad entre ellos. Las diferencias enaltecen a los del Salvador, presentables como muestra de la culminación del estilo mudéjar, mientras los otros sólo representan ensayos muy cercanos con avances y logros estimables; las principales radican en el canon de las arquerías, que les confiere mayor esbeltez, en el aparejo de las pilastrillas relevadas en que descansan las dobladuras, aquí aparejadas expeditivamente a soga y tizón, y no por las dos filas yuxtapuestas de ladrillos a media asta que en lo alto configuran los respectivos arquillos, como sucede en los ejemplos sobredichos, en San Lorenzo el Real o en el monumento más emblemático del foco mudéjar de Villalpando, Santa María la Antigua, por no citar otros muchos. Además, el tratamiento de las aspilleras, idéntico al de la mencionada iglesia de Villalpando, no las individualiza por completo de tales elementos dinamizadores, pues los arcos que las guarnecen se integran en las facetas interiores de las pilastras. El alzado exterior de la capilla septentrional se compone de zócalo con sardineles, dos arcos ciegos sencillos, con sendos frisos de esquinillas y molduras de nacela bajo sus recuadros; lo unifica por arriba una serie de sardineles y su tejaroz está mutilado de la base, que conformaba el habitual molduraje en nacela. En el contiguo de la nave correspondiente, reducida por la torre a su primer tramo, se abre una puerta con jambas acodilladas para recibir un arco agudo sobre impostas de nacela, en piedra arenisca, guarnecido bajo doble arquivolta con dos frisos de esquinillas y uno intermedio de sardineles discurriendo sobre el trasdós y todo ello recuadrado por el consabido alfiz, rematado a sardinel; surca el paño superior un grupo de tres arcos ciegos y doblados, el central acortado por una ventana de arco semicircular. La composición del hastial, semejante a la que veremos en el Santo Sepulcro, pone de manifiesto que las cubiertas de las naves se resolvieron a dos niveles, como en tantos templos románicos de estructura basilical, a un agua las laterales y a dos la central, que entre ellas emergía; hasta la altura que comparten las tres naves y en el trecho no invadido por el macizo de la torre está articulado por una alargada serie de ocho arcos ciegos y doblados, como los de los ábsides; una puerta de arco agudo, sobre impostas de nacela en arenisca, sin otros aditamentos, interrumpe el desarrollo de una de las pilastras, sustentada encima sobre una repisa de nacela; en lo alto de la nave medial se abre un gran ventanal circular con doble cerco de ladrillos a sardinel y recuadrado por su remetido respecto al haz del muro, así por dentro como al exterior, donde lo flanquean arcos ciegos no doblados. Por dentro, el gran derrame de las ventanas abocinadas de los ábsides forzó a organizar sus alzados en dos órdenes de arquerías, sobre el invariado zócalo de un par de sardineles y separados por una cornisa intermedia de esquinillas. En el central, la zona inferior se articula mediante cinco arcos ciegos y doblados; en la superior la anchura de los tres vanos impuso la reducción de los dos arcos ciegos dispuestos a los costados, carentes de dobladura; remata en friso de esquinillas e imposta de nacela, de la que arranca su bóveda de cuarto de esfera. La precede un esbelto arco agudo y doblado, volteado sobre impostas de nacela y pilares acodillados, según constante; a su traza se adapta el cañón de la capilla o tramo recto presbiterial; los alzados de esta misma repiten el remate de esquinillas y nacela y se decoran con sendas parejas de arcos, uno de cada cual acoge la puerta de comunicación con su capilla colateral y, tras rebasarla, prosigue reducido a la rosca de su dobladura. La organización de los ábsides menores, abovedados con cuartos de esfera, sólo varía en el número y dimensiones de los arquillos ciegos: cuatro doblados en el primer orden y otros tantos sencillos flanqueando su ventana central; por remate, una cornisa de esquinillas en el meridional y de nacela en el septentrional, repitiéndose esta última en las capillas de ambas, cerradas con cañones agudos, bajo los que se desarrollan los arcos ciegos doblados en el muro formero del lado norte, pues el del sur está rehecho, y en cada alzado interno, uno solo guarneciendo sus respectivas puertas. Los torales de las embocaduras, muy esbeltos, son agudos: doblado el de la capilla meridional y desarrollando triple arquivolta su correspondiente. El cuerpo del templo, condicionado por la presencia de la torre, se organizó en tres naves de otros tantos tramos, desiguales entre sí y todos más cortos que la capilla mayor, de cuya reducción resulta desproporcionado. En su planteamiento se advierten indicios de improvisación. Aparte de lo expuesto sobre el revestimiento del alzado meridional de la torre, obsérvese que los dos pilares allí erigidos, delimitando el tramo medial de la nave mayor, hacia ésta se acodillaron, como los de las capillas, aunque hoy están mutilados de su parte más prominente, y aquella modulación delata que fueron concebidos para sustentar arcos fajones, lo que implicaría que en principio pensaron voltear una bóveda de cañón sobre la nave; sin embargo, faltan a los extremos de ésta, en su encuentro con el testero y el hastial, donde sólo han sobrevivido a las reconstrucciones algunos restos de pilas sencillas de sección cuadrangular. Inciden en lo mismo otros detalles, como la composición desigual de las embocaduras de las capillas laterales y el recuadro del único formero conservado, que en su cara septentrional arranca de una imposta por falta de espacio para hacerlo desde el suelo. Al menos los tramos de las naves laterales se cubrieron con cañones apuntados, de los que sólo se conserva el del lado norte. En el primer tercio del siglo XVI suplantaron la embocadura de la capilla mayor y los tres formeros de la banda meridional, en cuyo lugar voltearon dos en sillería, a su vez sustituidos en la centuria siguiente por uno, el que subsiste. La primera de tales actuaciones supuso la desaparición de los abovedamientos, raros en las naves de los templos mudéjares, cerrando entonces aquellos espacios con armaduras. El cañón actual de la nave central fue proyectado por don Luis Menéndez Pidal y corta el recuadro del ventanal de los pies, delatando que se alza a menos altura que el original, si es que éste llegó a ser volteado y no se cerró aquel espacio con una armadura de parhilera. En el siglo XVII se rehizo completamente la fachada de mediodía. La de poniente, vestida de ladrillo por fuera, muestra al interior una fábrica de tapias de cal y canto rodado entre machones y triples agujadas de ladrillo, que en lo alto chaparon con ladrillo y articularon con series de arcos simples, como se ven en la iglesia toresana del Santo Sepulcro, con la que ésta presenta afinidades muy estrechas. El chapado completo del hastial en la parte de la nave meridional es ocurrencia de un arquitecto restaurador. Con el hormigón de cal y canto referido se trasdosaron las bóvedas y se macizaron los interiores de todos los elementos sustentantes. El mortero de conjunción del ladrillo y guijarros es de cal y arena, un tanto grueso y se oculta tras otro finísimo, más rico en cal y obtenido de tamizar sus ingredientes; con éste se empañaron los fondos de las arquerías, las enjutas y las tapias de hormigón, y con él se acabaron todos los llagueados aparentes, biselados a un solo paso de paleta o a dos contrapuestos. Los paramentos interiores, seguramente también parte de los externos, estuvieron recubiertos de pinturas que aportaron luminosidad al templo y le valieron el sobrenombre de “el Pintado” con que se conocía en el siglo XIV. Las reconstrucciones de la Edad Moderna determinaron la renovación parcial de aquel ropaje medieval, decorativo y didáctico, y lo demás se perdió tras la ruina que le sobrevino a comienzos del siglo XX y por efecto de restauraciones deplorables. Aunque algunos de sus murales reproducen motivos medievales, datan todos del primer tercio del siglo XVI, salvo el del cascarón del ábside mayor, que es de la centuria siguiente. En virtud de un concierto suscrito en 1991 por la Junta de Castilla y León, el obispado de Zamora y el Ayuntamiento de Toro, funciona como museo de escultura medieval de la ciudad.